En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

2002 Visita al pueblo fantasma

María Sonia Cristoff, Falsa Calma

María Sonia Cristoff nació en Trelew en 1965. De chica se trasladó a Buenos Aires, donde se graduó en Letras en 1990. Sus libros, tanto de ficción como ensayos, tratan sobre la vida de la gente en la Patagonia. En Acento extranjero (2000) reunió escritos de exploradores y viajeros por el Sur argentino. Patagonia (2005) es también el título de una antología de cuentos y ensayos que reunió, en la que los autores describen la vida en sus localidades de origen. La crónica Falsa calma – Un recorrido por pueblos fantasmas de la Patagonia, premiada por Seix Barral, describe el aislamiento que encontró en cinco pueblos , entre ellos El Caín, El Cuy y Maquinchao. Maria Sonia formó parte de jurados literarios y en la actualidad dicta Clínicas de manuscrito y Talleres de escritura. Aquí presentamos algunas páginas que reflejan su visita a Maquinchao y El Caín, en el año 2002.

Cinco

Hace más de diez minutos que Celia y yo luchamos para trozar un pollo a la sal. No encontramos las juntas, el ángulo preciso en el que basta una presión del cuchillo y todo cede. No las encontramos aunque ella sea la enfermera del hospital de este pueblo, de Maquinchao. Siempre pensé que habría, en los cursos de enfermería, algunas nociones básicas para emular a los cirujanos. Unas prácticas inocuas, un saber descartable que se practicaría con cadáveres de pollos, por ejemplo. Por si en algún lugar –uno de esos lugares que abundan por el Sur- faltara el cirujano y hubiera que hacer unos cortecitos de urgencia. Siguiendo una de esas irresistibles deformaciones profesionales, Celia ha elegido un lugar secundario, de acompañamiento, y ha dejado, en esta mesa de operaciones, que la labor la conduzca otro, que en este caso vengo a ser yo. Finalmente he destrozado el pollo; quedaron piezas irreconocibles, carnes adheridas a huesos que no les corresponden, pechugas indiferenciadas de un muslo carnoso. Lo prefiero así: en vez de la malicia premeditada del corte preciso, parece más la obra de alguien que no tuvo más remedio que hacerlo por hambre, por desesperación.

En la mesa hay, además del pollo destrozado, una sopa paraguaya y una serie de platos árabes: kebbe, falafel, tabulle, baclawa, mshapac, hummus. Y, alrededor, nosotros: Celia, Carina –la médica del hospital de Maquinchao-, Carmen –la psicóloga del hospital de Maquinchao-, Clara –la dueña de la casa en la que estamos y del Almacén de Ramos Generales-, Saúl –su primo, que vive en el campo pero hoy está de visita- y yo. Esta mañana entré al Almacén para preguntar dónde quedaba el boliche de la Vasca, que es el lugar en el que se sacan los tickets para abordar el único colectivo que recorre la línea sur de Río Negro, y ahora son las cuatro de la tarde y todavía acá estoy, sentada alrededor de esta mesa redonda. Solamente salí de la casa un rato con Clara, antes del mediodía, a retirar mis cosas del hotel y a comprar algo en la feria de platos que se hacia en el Hospital para recaudar fondos. De allí volvimos con tres invitadas a almorzar –que viven todavía juntas porque hace poco que llegaron desde distintas provincias del norte- y con esta serie de platos árabes. Clara fue al colegio en Buenos Aires y en Punta del Este; después se casó y vino para acá a hacerse cargo de los campos familiares y de este Almacén que su abuelo fundó. La hermana, en cambio, no; se quedó en Buenos Aires, investigando la genética de las plantas y viajando regularmente a Alemania para presentar sus papers. Clara es una de esas mujeres que se adueñan de los pueblos, un personaje con ascendencia sobre todo lo que se hace y se dice en el lugar: algo así como la Emily de Faulkner pero sin tragedia. De más está decir que domina esta mesa. La médica, tal vez para establecer un contrapunto, se pone muy meticulosa con el sector epicúreo: cómo se debe beber el vino, cómo se corta tal queso. Hay algo denso en ella, como sin digerir. La psicóloga, que está sentada a mi derecha, me dice que no, que obviamente ella no atiende a neuróticos de clase media que no se deciden por la silla o el diván. Carmen me cuenta que trabaja en el área de salud mental de la provincia de Río Negro, donde se aplica una ley absolutamente revolucionaria en el tratamiento de los padecimientos que se reúnen bajo la idea de “locura”. Se trata de la desmanicomializacion, un proyecto que apunta a hacer desaparecer los manicomios.

“Para entender la desmanicomialización es necesario entender antes los procesos de manicomialización en el campo de la cultura, más específicamente en el campo de las instituciones. El manicomio es una forma clínica instituida, visible y terminal de una enfermedad en la cultura… la cultura de la mortificación, que es una situación donde el sujeto está coartado, está al borde de la supresión como sujeto pensante. Los indicadores de esta coartación son a) la desaparición de la valentía b) la desaparición de la inteligencia, la estupidización, la gente que no tiene una idea clara acerca de lo que hace…c) la desaparición de la alegría. No hay crítica ni autocrítica. Prevalece entonces la queja que no se recibe de protesta. Los individuos se apoyan más en sus debilidades y en la exhibición de éstas…que en la protesta. No existen las transgresiones, sino las infracciones. Las transgresión es en sí misma fundadora: de la toma de conciencia, de la teoría revolucionaria, etc.; en cambio la infracción no funda nada: es el código municipal, la DGI. Estas culturas de mortificación son situaciones premanicomiales.

(“Hacia las jornadas debate sobre desmanicomialización”, Fernando Ulloa, Revista Zona Erógena, Nº 14)

La idea es que desaparezca el sistema de encierro manicomial, que en realidad no funciona como cura sino como control del padecimiento, y que se ponga en práctica, en cambio, una resocialización de quien padece a través de la inserción laboral, me explica Carmen. Claro que está contemplado que si alguien sufre un brote tenga una contención en el Hospital, que es su lugar del trabajo, el de Carmen. Pero se lo atiende allí con la misma cronología que a una apendicitis, digamos: pasada la inflamación, la persona vuelve a su casa. Esas actividades que sirven de contención para los que padecen esos trastornos y que son por ende una vía de curación, sigue, se reúnen bajo lo que acá en Río Negro se llaman Empresas Sociales. A partir de ese esquema, pacientes con cuadros psicóticos o esquizofrénicos, por ejemplo, pueden trabajar en huertas, invernaderos, centros culturales, hoteles.

-¡¡¿Hoteles?!!

-Si, hoteles.

Al menos no me fugué con la plata de mi jefe, pienso, mientras confirmo que, evidentemente, el que diseñó las áreas de actividades no era un fanático de Hitchcock. Solamente en Trieste, de todos los lugares del mundo, se aplica esta ley, me dice Carmen, lo que logra todavía ponerme más la piel de gallina. Algo me indica que en Trieste los hospitales, el mercado laboral, las políticas y los políticos, entre otras cosas, deben hacer las cosas más viables que en Río Negro. Le estoy por preguntar a Carmen si teniendo en cuenta el estado de nuestras políticas públicas, esta ley no será un salto sin red, pero me doy cuenta de que todos en la mesa están en otra cosa. Más de cien turcos desaparecieron en cinco años, está diciendo el primo de Clara.

En esta zona de Río Negro se asentaron, en las primeras décadas del siglo veinte, muchos de los que emigraron desde el Levante, esa área que más o menos comprendía los actuales Líbano y Siria. En Maquinchao, incluso, se logró formar, a mediados de siglo, una Asociación Libanesa que todavía funciona y de la cual participó el abuelo de Clara, que era “turco”, como se les dice acá en el Sur a los habitantes de regiones que durante cuatro siglos soportaron la dominación turca. El tema es que nadie reaccionó a tiempo –sigue el primo como si en realidad retomara una discusión con algún interlocutor que solamente él recuerda-, si hubieran actuado antes tal vez no se habría llegado a ese número, a esa barbaridad. En esa época venían como podían, se las arreglaban para llegar hasta Neuquén o hasta Roca y allí, donde había algunos compatriotas ya más asentados que tenían sus almacenes de ramos generales, cargaban mercadería en un sulky, en una carreta, en lo que encontraban, y salían a vender o a truequear por la meseta. De a dos solían ir: el turco y un peón. Miro todas las caras de la mesa: nadie se mosquea por el gentilicio al que recurre el primo de abuelos libaneses. Se perdían por ahí, pasaban meses yendo de un lado para el otro. Decían que ese lugar medio desértico les hacia acordar a allá, al lugar de donde venían. Eso los ayudaba, seguramente, porque las cosas no eran fáciles. Había que dormir a cielo abierto y después andar todo el día. Con frío, con calor, con lo que sea. Y vérselas con los indios, que a veces eran fáciles y otras eran más duros que la roca. Y todo sin saber ni palabra de la familia, nada. En el más absoluto incógnito los unos para los otros. Muchas veces el peón era nacido acá y entonces ni hablar podían, aunque con la soledad las señas se entienden más rápido, dicen. Por ahí daban con un grupo que estaba emplazando las vías del tren y al menos, aunque no entendieran demasiado, había buenos clientes, un grupo reunido para comer, ruido de seres humanos. Ellos no estaban acostumbrados a la soledad: en general venían de vivir rodeados de primos, de hermanos, de familia, y era eso lo que querían recuperar cuanto antes. La mesa servida y todos alrededor. Y mucho para comer, para ofrecer. Porque así se habían criado. Ellos no eran como los beduinos, que andan dando vueltas por ahí y así viven; ellos estaban acostumbrados a tener su casa, su lugar, y resulta que se habían cruzado todo el océano para terminar viviendo como beduinos. No, no era fácil. Pero lo hacían con la idea de juntar lo necesario para ponerse su negocio, así como habían hecho los compadres que les daban la mercadería en consignación. Andaban por ahí, por la meseta, pensando en el negocio que los esperaba en el futuro y en la familia que los esperaba atrás. Quizás, alguno, hasta se la pasaba bien. Uno nunca sabe. El tema es que salían y que una vez que salían, chau, pasaban meses antes de que volvieran a Roca o a Neuquén a saldar lo que debían y a volver a cargar los carros. Podía ser un mes, dos, cinco. Dependía de muchas cosas: de la época del año, del humor de los indios, de lo que faltara en los parajes. Por eso ya todos en el pueblo se habían acostumbrado a no esperarlos en ninguna fecha precisa: un día simplemente llegaban. Por eso, recalca el primo, se tardó tanto en descubrir esto de la matanza. Cuando los primeros empezaron a no volver, al principio se pensó que el negocio venía duro, que lo que a veces se vende en un mes otras veces se vende en dos, en tres. Cualquiera que se dedique al comercio lo sabe bien: sea ambulante o no, haya sido en 1910 o ahora. Pensaban, entonces, que estaban tardando pero que ya volverían. Otros pensaron que se habían fugado con todo para Chile y listo, que la consignación a su paisano se la pague Dios. Hasta que hubo uno que no pudo creer ninguna de las dos cosas: ni que a alguien le llevara dos años vender lo que se había llevado en ese carro destartalado, ni que su propio cuñado fuera capaz de haberse fugado por Chile con la mercadería que él le había dado. Se llamaba Salomón Daúd: él fue el que por primera vez hizo la denuncia.

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Siete

Circulación VI: salgo del pueblo en la ambulancia que esta vez, por milagro, puede salir del pueblo. Otras veces no hay gasoil, o se le rompió algo y no hay repuesto, o los caminos están nevados y entonces las rondas no se hacen. Así enumera la agente sanitaria de El Caín, que es nueva y que no sólo tiene que lidiar con estas complicaciones sino también con la imagen de su antecesora en el puesto, una tal Rosa que parece que era capaz de subirse a una bicicleta desvencijada o a un guanaco con tal de llegar hasta donde hubiera que llegar. En este viaje viene un médico, lo cual, me entero, también es una especie de milagro porque en El Caín no hay médico sino enfermero y porque todos los médicos que trabajan en Maquinchao no se quieren mover de ahí. Este médico es bastante nuevo en Maquinchao y está interesadísimo en saber que pasa en los parajes y en los puestos desperdigados por la meseta. Se notan en él la timidez y el gusto por los lugares recónditos, dos rasgos que suelen venir juntos, como un combo que uno no pidió pero que igual le tocó en suerte. En la ambulancia, mientras ellos repasan la lista de gente a la que van a visitar, termino de clarificar que los parajes son lugares que podrían considerarse la antesala del pueblo, en los que incluso puede haber una escuela y hasta una centena de habitantes, y que los puestos son casas aisladas en las que vive una familia o una persona sola. A veces esos puestos están próximos, como pasa acá en la zona de Vaca Leufquen, donde hay unos siete ubicados alrededor de la laguna homónima. En este primero viven Martín Roque y su familia. En realidad parte de su familia, porque dos de sus hijos están haciendo el colegio en Maquinchao y su mujer está allá para acompañarlos. Muy de vez en cuando vienen. Acá quedaron Martín con su madre y sus otros tres hijos. Uno de estos tres fue al colegio, pero cuando terminó la primaria se volvió para el campo. El otro, que acarrea una cabrita guacha en brazos, es medio trastornado, dice el padre. Algo tiene. Nos reciben en la cocina. Son de lo más hospitalarios y contestan sin remilgos las preguntas que les hace la agente sanitaria. Si se han aplicado las vacunas, si hay alguna mujer en edad reproductiva en la casa, si usan anticonceptivos, si están seguros de que los perros no tienen hidatidosis, si no han visto vinchucas en la casa. Después la agente cumple con su función de dejarles vitaminas, un par de remedios básicos, leche y una serie de instrucciones. Nadie anota las instrucciones en ningún lado, con lo cual supongo que se las olvidarán como me las olvidé yo en cuanto pasamos al siguiente tema. Las vitaminas y los remedios, supongo también, quedarán inútiles en algún rincón. Llegan a la cocina unos ruidos que parecen gorjeos. Son de la Discapacitada, dice Martín, que está en el cuarto del fondo. La abuela va a verla y nosotros nos sumamos. La chica tiene dieciocho años y no puede caminar ni estar erguida ni hablar. Pasa la vida tirada en este cuarto de paredes de adobe en el que hay un póster de Evita de la década del cincuenta. La agente trata de convencerlos de que la saquen al aire libre en estos días lindos, que la dejen participar de las actividades cotidianas de todos ellos. La abuela le agarra la mano, la chica deja de gorjear y la mira como si para ella en ese contacto se resumiera la totalidad del mundo. Es evidente que morirán al unísono. Por la ventana se ve una huerta de verduras varias, todas alineadas y rodeadas por un cerco muy cuidado. Es la abuela la que la lleva, dice uno de los chicos. La abuela tiene ochenta y cinco años, es de una flacura que contrasta visiblemente con la energía que irradia, y lleva un par de aros de piedras verdes que evidentemente son para ella una cuestión cotidiana, porque nuestra visita no era anunciada.

Circulación VII: salgo del pueblo con Melivilo, el comisionado de fomento de El Caín. Vamos a Barril Niyeu, el paraje donde él nació y donde esta vez se hace la reunión mensual de parajes que siempre le toca presidir. Llegamos a la escuela, que es la sede de la reunión y el eje alrededor del cual gira toda la vida comunitaria. Los puntos a tratar, dice Melivilo frente a un grupo de quince hombres y mujeres que han venido de los alrededores, son: 1) salud 2) comedor escolar 3) viaje de los chicos a Las Grutas 4) informes varios 5) cambios de días y horarios para las reuniones mensuales de parajes. Entre los quince concurrentes hay sólo uno que opina, discute y propone. Los demás están tirados en las sillas con expresión ausente, como si todo eso no tuviera absolutamente nada que ver con sus intereses. Yo también me tiro en el pupitre que me han dado. En el banco al lado del mío alcanzo a leer, en el acta que va redactando el marido de la directora: necesidad de asfaltar la ruta 23 para evitar que se acreciente el aislamiento de estos parajes…la Línea sur de Río Negro se ha convertido, según el último documento elaborado por el Ente para el Desarrollo de la Región Sur, en una región expulsora de población…revisar condiciones de los pequeños productores frente a la AFIP…novedades en cuanto a las retenciones a las exportaciones…rondas que hacen los agentes sanitarios por los parajes han declinado en los últimos meses…problemas con la ambulancia, que está vieja y no tiene repuestos…necesidad de recurrir directamente a Salud Pública para exponer falencias…el problema de la distancia con respecto a las autoridades que podrían escuchar estos reclamos…permiso para que los chicos viajen en diciembre a las Grutas…se designa a los policías de El Caín como encargados de llevarlos desde Barril Niyeu hasta Maquinchao para que tomen el micro. Estuve especialmente atenta a ese punto, al del viaje de los chicos, porque estaba convencida de que ahí escucharía hablar a las mujeres. La directora, un policía y Melivilo trataban de fijar el día y la hora de salida, hablaban de lo que los chicos iban a hacer, de lo importante que era que vieran el mar, que tomaran un tren por primera vez en su vida; pero ellas no agregaron ni una sola palabra. En estos lugares no son raros los chicos que sufren abuso laboral y sexual, me susurra una psicopedagoga que justo está haciendo una recorrida por acá, y me asegura que ella conoce más de un caso en el que un hombre ha cambiado una hija por un grupo de chivos. Y yo que pensaba que eso pasaba únicamente en el desierto de Medio Oriente al que esta meseta me hace acordar. En esta reunión está Rosa, la asistente sanitaria de la que me hablaron hace un par de días, que se para enfervorizada en su silla y dice que no puede ser que siga pasando lo del otro día, que les llegó un chico de un paraje de por ahí con convulsiones y que entonces tuvieron que ir hasta El Caín para llamar por radio a Maquinchao y ver cómo hacían para llevarlo al hospital, porque todos saben que es el único hospital que hay, y que respondían todas –todas, dice, mientras hace una pausa para recorrer con la mirada a los que están sentados a su alrededor, girando la cabeza en redondo como si fuera el lente de un submarino que asoma a la superficie – absolutamente todas las radios respondían menos la de Maquinchao, y que entonces Defensa Civil de Choele Choele tuvo que llamar a la Policía de Los Menucos para que ellos se acercaran en una camioneta hasta Maquinchao, y así sucesivamente. Y que, bueno, no le consta, pero no le extrañaría que hubiera sido un caso más en que los de Maquinchao habían apagado el aparato de radio llamado porque el zumbido les molestaba para mirar el partido. Salgo a tomar un poco de aire. Deambulando por los alrededores, no me cuesta mucho dar con lo que todos por acá llaman “el cementerio indígena”. Se trata de una serie de tumbas rodeadas de una muralla de barro baja, que me llega hasta la cintura. Todo el pasto está crecido, como si no hubiera descendiente ni ente público que se encargara más del tema. Alguna de las tumbas –las de quienes murieron en la década del veinte y del treinta- tienen una cruz de hierro forjado en un diseño austero, sutil. Me pregunto qué habrá sido de la vida de la persona que las hizo, cómo fue que tuvo ese sentido estético y si habrá tenido la precaución de asegurarse de que su tumba tuviera también una de estas cruces, aunque su muerte haya ocurrido décadas después. Como suele ocurrir siempre con los cementerios abandonados o de bajo presupuesto, el suelo es irregular, está lleno de esos montículos que dan la impresión de que alguien se está removiendo en esas tumbas. Por eso, supongo, la gente paga esas fortunas en los cementerios privados: para que esos suelos alisados a la perfección les generen la fantasía de que sus muertos descansan en paz. Una liebre brota desde los pastos crecidos pero no me sobresalta.

El almacén, la enfermería, el juzgado, la comisaría, la cabina telefónica, la oficina del comisionado y el bar son los lugares a los que se puede ir dentro de El Caín. Voy al bar. Son cerca de las ocho, la hora en que las mujeres cocinan y los hombres se juntan para hacerse un truquito. Los hombres, hoy, no son cualquier grupo, se podría decir que alrededor de esta mesa están todos los representantes de la clase política y de las fuerzas vivas si las dimensiones del pueblo no las convirtiera en denominaciones suntuosas. Me siento en una silla, al costado de la mesa donde todos juegan de pie. Al rato miro hacia la puerta y veo el vidrio todo plagado de caras de chicos: un vidrio tupido y movedizo como un enjambre. Alguien me dice que miran porque las mujeres no vienen al bar. Ellos, los jugadores, no se asombraron cuando entré porque a esta altura ya los entrevisté a todos, ya me conocen. No pasa lo mismo con el dueño del bar, a quien su sordera extrema lo vuelve casi una fortaleza impenetrable. A todos ellos, me explica el director de la escuela, los entiende por señas o por la fuerza de la costumbre. Levantan una mano y sale una ginebra, mueven la cabeza y vienen los maníes. Yo cometo el error de pedir una coca con fernet: donde la síntesis me hubiera dado más chances de acercarme al objeto de deseo, pido un trago compuesto del cual el cantinero sólo escucha la parte de la coca. El hombre no tiene dientes y sospecho que debajo de la boina tampoco tiene pelo. Mira cómo juegan los otros con una atención casi infantil y se pierde lo más interesante del truco: lo que se dice.

Estaba dulce el bombón y estaba chupando un caldito Knorr/ ¿Y ahora truco?/Quiero/Lo llevan como chico a mear/Vamos para allá/El finado no se ahoga/Y el que no se ahoga pierde/Puros patitos/Quiero/Pateando, pateando/A mí no me gusta jugar a esto porque no me gusta mentir/Flor, che/Disparé lindo/……/Andáaa!/Paso segundo, quiero primero si no hay cantor/Flor/ Otra vez va a morir el cantor/Un chico/Un chico tuvo la Bolocco/Venga, venga, por cien ovejas/Bueno, ¿vamos a jugar al truco o qué?/De punto y hacha dijo la vizcacha/Venga, venga, escucho ofertas/Pa`qué se ponen de novios si después no tiran un tanto/Envido/Me llamaste?

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