En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1914: Viaje de Buenos Aires a Maquinchao


Demetrio Fernández, La Escuela Patagónica

Demetrio Fernández, nacido en San Luis, llegó a la zona en 1915. Comenzó a ejercer la docencia en Talagapa, y fue luego maestro ambulante.. A los pocos años se casó y tuvo un hijo, permaneciendo en el lugar. Escribió La escuela Patagónica. Reminiscencias de un maestro, relatando su vida de maestro entre 1915 y 1946.

Más tarde fue trasladado a la escuela rural 65 de Río Negro y finalmente a la escuela de Brywn Gwyn, en el valle inferior del Río Chubut, a un poblado de la colonia galesa. Aquí cuenta cómo fue su viaje y paso por Maquinchao en pos de su escuela.


Viajando al Sur

En la primera década de septiembre, con el espíritu entusiasmado y calmo; con la tranquilidad que da la precisión de la ruta a seguir, tomamos el tren del F.C. Sud, que nos condujo hasta la estación (Punta Rieles) de Stroeder.

Extasiados ante la contemplación de la dilatada, fértil y uniforme llanura bonaerense. Las horas huyeron veloces. Prado extenso, simétrico sólo alterado en su lisa superficie por los innumerables rebaños y rodeos; éstos de una monocromía singular, formando un conjunto que más parece la fantasía e inventiva de la paleta de un pintor en un aquelarre de inspiración sublime…

Semejando los animales estar aferrados a esa alfombra de verdor, con sus remos y cabezas; perspectiva que así engaña al viajero que contempla el panorama detrás de las ventanillas del tren que, en rápida y rítmica marcha vence distancias con ansias de insaciable voracidad.

¡Hermosas llanuras praderosas de la patria! Piélago inconmensurable donde se nutren millones de cabezas de ganado que constituyen la primera riqueza nacional, con la bien ganada fama de ser su exquisita carne en substancia y paladar, la más apetecible del mundo.

Llanura que antaño en potro rozagante y esbelto te cruzó al galope el gaucho, señor de los desiertos, con su guitarra terciada a la espalda y allí en el faro de ese inconmensurable mar de trébol y gramilla, el secular ombú; pernoctó en la noche tenebrosa y llena de misterio, intuyendo en su sensible psicología de que, él era el paria que iba en marcha irremisiblemente hacia el ocaso de su existencia en un duelo sin tregua contra la civilización, la que lo hundió en el olvido, la nostalgia y el desprecio. Gaucho heroico y romántico de la tierra nuestra a la que le ofrendaste con puro amor, tu sangre generosa en aras de su felicidad y grandeza, sin reclamar para ti ni siquiera la estrecha fosa que tus aparceros ni tiempo tuvieron de cavarte, en esos epopéyicos combates en que se jugaban los destinos de la nacionalidad…

Así lo cantó con inspirado sentimiento, el gran poeta de la democracia Esteban Echeverría:

“Sus huesos por montes y llanos

Del plata a los Andes blanqueando se ven

Cayeron peleando o el cuchillo fiero

Su cabeza heroica dividió a cercén”…

Con estas reflexiones que bullían en la mente hemos llegado al punto terminal de esta etapa del viaje y, de inmediato tomamos los automóviles de la Empresa Mora: Fiat o Mercedes, de poderosos motores que nos conducirían hasta Carmen de Patagones en el término de tres horas, por huellas zigzagueantes, esquivando a los tupidos bosques de chañares, piquillines, alpatacos y jarillas, simulando sus ramas (en agitado balanceo sacudidas por el helado viento sur) sarmentosos brazos que quisieran acariciarnos en satánicos deseos.

Es Carmen de Patagones, centro preponderante de civilidad que merece referencia aparte.

Nos causa viva impresión la torre de su derruido fortín; baluarte inexpugnable donde se estrellaron otrora, batallones del enemigo invasor, y lanzas, chuzas y bolas de las mesnadas de araucanos (1), pehuenches (2) y picunches (3), en deseos salvajes de destruirlo, pisoteándolo bajo el casco de sus nerviosas caballerías. Vano empeño; el coraje maragato quedó grabado en las prístinas páginas de la historia nacional, como virtud señera y denodada.

(1) Araucano: ragh, greda; có, agua; agua de greda. Raza plantel originaria de Chile, con derivados tribales aquende la Cordillera.

(2) Pehuenche: pehuén, pino; ché, gente; gente de los pinares.

(3) Picunche: picúm, norte; ché, gente; gente del norte.

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Repechando la estepa

Hemos hecho noche en San Antonio, muy temprano al siguiente día, tomamos el tren que nos conducirá hasta Maquinchao o Marquinchao, o La Tranquera, o Punta Rieles –estación terminal de la línea en construcción al Lago Nahuel Huapí- profusión de nombres con que nos endilgan los conocedores viajeros que en el convoy van. Pesadamente arrástrase éste, simulando una gigantesca sierpe que somnolienta repta, fatigada de llevar en su elástico y abultado vientre, su presa viva aún, recién engullida.

Es que la altura va tomando cuerpo. Se extienden ya, las mesetas patagónicas de constitución basáltica, escalonadas a medida que se avanza al Oeste, en forma de terrazas o gradas, surgiendo desde profundos cañadones.

La altitud asciende con ligereza. Un mundo nuevo se presenta al viajero novicio en estas regiones.

Hay aspereza de panorama. Pobreza en la vegetación constituida ya, por matas achaparradas de aspecto hirsuto y mimético, como diluyéndose su enana silueta, entre las rocas tobáceas del terciario.

Vegetación esteparia; mezquina, opaca, constantemente azotada por el implacable viento sur y suroeste, doblegándole su pobre ramaje, como en una postración de ruego, al suelo ríspido y pedregoso en que escasamente nútrese, con sus insubstanciales jugos.

Cien, doscientos, cuatrocientos metros sobre el nivel del mar, van elevándose las dilatadas pampas. Y las estaciones (más propiamente paraderos) también escalonadas a lo largo de la línea férrea. Pequeños conglomerados aldeanos, con excepción de algunos pueblos: Mancha Blanca, Aguada Cecilio, Pajalta, Valcheta (oasis patagónico en profundo valle como ocultándose del gélido viento polar), Musters, Nahuel Niyeu, Sierra Colorada, Los Menucos y otros, hasta el punto terminal, como lo expresamos, Maquinchao.

Hemos recorrido cuatrocientos kilómetros y el sol ya se oculta hacia occidente. Vemos a la lejanía en las cumbres de algunas sierras, los blancos mantos de nieve. En tonos nuevos y policromos la Naturaleza que siempre brinda su a veces, oculta belleza a quien sabe escrutarla, se presenta con cambiantes tintes de atracción, que extasían la vista y el pensamiento, en comunión respetuosa con Dios.

Hospedamos en la única fonda con nombre de hotel. Gente atenta y generosa, son sus dueños: españoles acriollados dispuestos a servir y hacer el bien, a veces en perjuicio de sus propios intereses.

Es Maquinchao un poblado ¿por qué no decirlo? También mimético, como la propia fitografía de la comarca. Viviendas opacas, achaparradas, de sobrio alero, mezquinando su amplitud a fin de que el huracán locamente desatado, no encuentre apoyo volando techos y paredes. Edificación toda de chapas.

Hasta el color del material empleado contribuye a uniformar la monotonía y características de esos focos de civilidad, poblados por pioneros que en un heroico desafío a la dura inclemencia de la Naturaleza, hacen patria viviendo una existencia de constituida sociedad con ideales de cultura.

Hay temperaturas de -20º a -25º en invierno, y vientos huracanados, continuos de velocidades asombrosas, levantando en vilo el pedregullo que azota el rostro de quien se atreve a recorrer las solitarias calles.

Hemos llegado al punto terminal de la ruta, viajando conforme a los medios propios del progreso. Ahora nos valdremos de los rutinarios para continuar al lugar de nuestro destino, del que nos separan todavía doscientos kilómetros con rumbo directo al

Sur.

En vagones rumbo a lo ignoto

¿Cómo continuar viaje hacia el punto terminal? No existía en Maquinchao empresa de transportes; ni había allí automóviles ni coches, vagonetas sulkys; ni persona alguna que se ocupara en alquilar cabalgaduras a los viajeros que pretendían ocupar tales servicios –máxime en invierno-.

En la indecisión estábamos dispuestos al regreso hacia el Norte, cuando nuestro simpático cicerone se nos presentó en compañía de un señor bien forrado en ropas de pieles, espetándonos la halagadora noticia: “Este hombre dentro de cuatro o cinco días, sale para Talagapa y no tendrá inconveniente alguno en conducirlo”. Intimamos en seguida con nuestro presentado; un vasco navarro de espíritu jovial, bonachón y generoso.

-¿Usted es el “máistro” que va para Talagapa?, preguntónos.

-Si señor - respondimos.

-Ya tengo referencias –agregó- por haberlo recomendado el subgerente de la casa de negocio del paraje nombrado.

-¿Viajaremos en automóvil, señor? – inquirimos.

-Por acá no hay autos –respondió- ; voy conduciendo mercadería en unos vagones y allí le reservamos un lugar donde viajará cómodamente. Eso sí, “cuide los huesos porque los sacudones son fuertes –agregó- ya verá”. Esperamos sólo que el cañadón Ñe Luán (ñe, ojo; luán, guanaco), hoy con enorme correntada, dé paso; ahora nadaríamos en él y no estoy para pruebas. Así es, repito, le reservamos un lugarcito en el “puntero” y creo que no nos ahogaremos en el vado de los arroyos, los que con tanta nieve caída y las grandes lluvias, están casi a nado”. Pero eso sí –recalcó- debe llevar buenas “pilchas”, porque demoraremos en el viaje, más de diez días durmiendo a campo, y el frío aprieta hasta 15 y 20 grados bajo cero. No es cuestión “de hacer tornillos”, terminó, lanzando una sonora carcajada.

-Sírvase de algo, amigo máistro, yo estoy saboreando una “doble” que entona y calienta el cuerpo, dijo con satisfacción contagiosa.

Al cuarto día después de un abundante almuerzo, en el que nuestro simpático conductor “empinó el codo” hasta achisparse, emprendimos viaje.

Iban tres vagones arrastrados cada uno por tres yuntas de caballos. Muy cerca hicimos alto. No debían sudarse en exceso las bestias porque corrían el riesgo de “pasmarse”.

Alojamos en el puesto “La tranquera”, donde un señor Rodríguez, bueno y generoso hasta la admiración, nos trató familiarmente, proporcionándonos una muelle cama, hecha con pieles de carnero.

Muy temprano, al siguiente día tendríamos que vadear el Ñe Luán, tratando de hacerlo aún escarchado pues de manso que era en verano, se había trocado en pantanoso y profundo, con traicionera correntada.

Ibilzieta, nuestro amigo vasco, iba adelante; a su lado, en el pescante, nosotros. Experto manejante, activó los animales unos metros antes de afrontar el cruce, con un estentóreo: ¡Vamos “ingos”!, haciendo restallar el largo látigo con una destreza de domador de fieras. Entramos al curso del torrentoso arroyo. Un borbollón como de remanso, levantóse al hundirse el vagón y caballos en su lecho. Pero ante la animación incitante del diestro conductor y con el propio impulso de aquél en declive, ya estuvimos en la otra margen.

Los animales acostumbrados a estos lances, rendían su máxima eficiencia y, en un unísono bufido, con sus ollares dilatados cubriéndoles el agua, y el crujido sonoro de las cadenas tensas ante el formidable tirón, ya sorteamos la peligrosa vadeada, ésta para Ibilzieta no era más que: “un simple gaje del oficio”; mientras que para nosotros, fue algo así como una aventura en que se juega la vida.

Ya en lo alto de la planicie, bajando el freno del vagón y ante un estridente silbo, Ibilzieta detuvo la marcha, bajándose para intervenir en caso necesario, en el cruce de los otros dos vagones, dirigidos también por hombres expertos: don Braulio, criollo maragato y Bartolo, un vasquito joven, bozal aún. No hubo necesidad de reforzar cuartas ni descargar los vehículos, pues la mercadería bien protegida por gruesas lonas impermeables no se había mojado. Y el viaje continuóse.

Un alto a mediodía para reponer energías en hombres y bestias. Un suculento guiso de arroz con abundante ají, que supo a manjar, nos estimuló para la continuación de la marcha. Esta tornábase lenta y pesada. Las huellas estaban convertidas en verdaderos fangales y el cruce de las violentas corrientes en cañadones y bajíos, se hacia con frecuencia.

El descanso de los animales era necesario a distancias cortas, para no aplastarlos o “reventarlos”. Nuestro conductor explicaba: Hay que “contemplar” los animales porque si los apuramos, quedaríamos plantados en el medio del camino, a más con la escarcha que corta como vidrio, se “despean” fácilmente.

Era este buen hombre, un celoso defensor de los intereses de la compañía comercial donde trabajaba, y la confianza dispensada en él por sus patronos, estimulaba su contracción al quehacer encomendado a su experiencia y hombría de bien.

Con un recorrido de unas cinco leguas y cuando el débil sol declinaba hacia el ocaso y el frío comenzó a aterir las carnes, por el implacable viento sudoeste que sintióse con impulsos de huracán, se dió la orden de “hacer rial”. Desligados los pobres animales de sus arreos, revolcáronse en el suelo sobre matas de pasto y yuyos como tratando –por salvador instinto- de secar el peligroso sudor que mojaba sus calenturientos cuerpos.

Bartolo se encargó de que hasta que no se “enfriaran” no bebieran en el arroyo. Cada uno de los manejantes repartió la ración de maíz y avena, en sendos morrales, a sus respectivos animales de trabajo y, un traqueteo rítmico oyóse, producido por el ruido de la masticación ansiosa de las bestias, de su restablecedor alimento.

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