En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1896 Travesía a Machinchao


Henri de la Vaulx, Voyage en Patagonie

En 1896 el Conde Henri de la Vaulx, (1870-1930) aeronauta francés legendario que más tarde haría un viaje alrededor del mundo en avión, pasa por Maquinchao en viaje hacia los toldos de Sayhueque. Había viajado a la Patagonia porque consideraba que era “el país donde la ciencia puede enriquecerse más” y por ello había obtenido una misión oficial de investigación antropológica y etnográfica.

“No hay ruta. Gracias a la brújula y con las indicaciones de un indio araucano que había tomado como guía, llegamos el 19 de octubre a Machinchao (sic), amplia extensión de terreno en manos de una compañía inglesa. Los 500 kilómetros que separan Rocca de este punto fueron los más penosos de mi viaje entero. Atravesamos, en efecto, una de las partes más áridas de la Patagonia; difícilmente encontramos víveres para nosotros, y nuestros pobres caballos parecen esqueletos vivientes. A veces, a lo lejos, percibimos algunas avestruces o algunos guanacos perdidos en esta comarca poco hospitalaria.” Así consignó a poco de volver (Voyage en Patagonie. Journal de la Socièté des Americanistes, t.II, nº 2, 1898). Más tarde, en Voyage en Patagonie (1901) contó los pormenores de la travesía:


28 de setiembre. (...) Cruzamos el valle del Río Negro y subimos a la primera gran

meseta de las tierras australes. Hasta Punta Arenas las tierras patagónicas son así: una sucesión de altas mesetas separadas por fértiles valles. La que vamos a encarar es una de las más importantes de la Patagonia, y también una de las más áridas.

Encontramos gran dificultad para ascender a ella con nuestro carro, pero alcanzamos la cima y nos detenemos allí para pasar la noche. Mis dos gauchos desenganchan y reúnen los caballos y manean la yegua madrina.

Nos aprestábamos a tomar un necesario descanso cuando una espantosa tormenta se desencadenó sobre la meseta. Es bello, muy bello, el estruendo del rayo; la locura de los relámpagos que abrasan el horizonte, pero un diluvio inunda el campamento, verdadera ducha fría sobre nuestra admiración. Me refugio bajo el carro y me preparo un abrigo para la noche, pero calculo mal el asunto: bajo el carromato, la depresión en el terreno forma un canal natural, y si bien no recibo la lluvia en la cara, no tardo en cambio en bañarme en un agua barrosa. Es insoportable. Mis gauchos se habían alejado y no volvían. Era en vano llamarlos en medio de la tempestad. Es obligado resignarme a la soledad esa noche que mal o bien pasa.

Al día siguiente la lluvia ha cesado, pero estoy todavía solo en el campamento. Comienzo a preocuparme seriamente por la suerte de mis compañeros.¿ Los habrá alcanzado un rayo? ¿Se habrán perdido en la noche? Tomo mi carabina express y tiro a intervalos regulares... Nada... En la inmensidad de la pampa, siempre el mismo silencio. No veo tampoco a ninguno de mis animales: deben haber huido asustados durante la tormenta.

A las 11 veo llegar al fin a Bonifacio y Carabacal detrás de los caballos y las mulas. Están empapados, castañeteando los dientes. No han comido nada en toda la noche, han tratado de calentarse frotando un cuerpo contra el otro. Como mantuvieron un caballo ensillado, tuvieron que mantenerlo todo el tiempo con las riendas en torno a sus brazos ya que no había en la pampa desarbolada, nada de donde atarlo. Recién a la mañana siguiendo las trazas de los animales encontraron la tropillla , y guiados por los tiros de mi carabina pudieron dar con el campamento.

Nos damos prisa en partir, continuando nuestra expedición a través de un territorio desolado donde con dificultad encontramos alguna hierba anémica para nuestras bestias. Hallamos varios manantiales de flujo poco abundante que corren por la tierra salitrosa. El agua es desagradable, malsana, e impedimos que los animales sacien su sed demasiado tiempo. Al fin llegamos a Kuraco, una suerte de oasis en el desierto, donde encontramos agua sana, de una limpidez de cristal.

Llegamos luego a un lugar llamado Cui.

Parece que allí hubo antiguamente campamentos indígenas. En lo alto de las colinas, encontré túmulos de piedra, sepultura de los antiguos habitantes de la comarca. En el interior de uno de estos túmulos, hallo osamentas calcinadas, restos de algún brujo, Kalku, según la expresión araucana. Los indios tenían la costumbre en tiempos pasados, de dar muerte y luego quemar a todo individuo reconocido culpable de brujería o de traer mala suerte, Welkaufeu, a su prójimo.

Siguiendo hacia el Sur, atravesamos los Pozos de Kurumil, luego llegamos a un lugar llamado Peinaluf, donde vive un indio tehuelche con su familia. Su casa esta hecha de un cuero de vaca que sostienen dos bastones y al que protegen, por los costados, unas enramadas. Pese a la simplicidad del refugio, que denota el estado de miseria del indio, este es generoso como todos los hombres de su raza. Hoy ha carneado un ternero; me trate el costillar a mi campamento. Es así como se entiende la hospitalidad en el desierto.

Agrego que esta generosa hospitalidad se me ofrece en un sitio de un salvajismo muy pintoresco que nos descansa de la chata monotonía de las comarcas que venimos de atravesar: este buen tehuelche parece el guardián benevolente de toda una garganta formada por dos quebradas naturales, talladas en la misma montaña, en un caos de piedras y de rocalla, a la manera de un corredor dantesco y grandioso.

8 de octubre. Dejo Peinaluf por un camino arenoso y abrupto.

Esta comarca está todavía casi inexplorada... Dos o tres carros han pasado antes que yo, pero hace tiempo que las huellas se borraron en la arena en movimiento. Así que es un verdadero viaje con brújula el que realizamos, en medio de una sucesión de obstáculos de toda clase. Si sólo tuviéramos los caballos, el viaje sería aun practicable, pero arrastramos un carro, y ese maldito vehículo es la causa de todos nuestros tormentos, de todas nuestras fatigas.

A medida que avanzamos hacia el Sur, el frío se hace más intenso. Hace dos noches que el agua se congela en los baldes de lona, y estamos en primavera. Además, nuestra provisión de carne se encuentra agotada y difícilmente encontremos víveres en este desierto. Con que impaciencia espero ver llegar curado a mi buen Juan; el gaucho chileno que lo reemplaza está lejos de valer lo mismo!

Nos encontramos ahora en Aluf. El camino se torna cada vez peor.

A fuerza de trabajo, de paciencia, conseguimos superar varias colinas. Pero me pregunto si podremos continuar hasta Machinchao. Nuestros animales se han vuelto muy flacos, verdaderos esqueletos, pronto serán incapaces de cualquier esfuerzo.

Nos damos cuenta, de manera general, de nuestra dirección, pero como no existe ninguna ruta en esta comarca desierta, y como conducimos nuestro carro sólo guiados por nuestro instinto, puede suceder que choquemos contra un obstáculo insuperable.

En tal caso, ¿qué hacer?... Abandonar mis instrumentos, mis colecciones, perder así el fruto de mi misión, o intentando un trabajo hercúleo, cargar con todo a pulso, a través de los accidentes del terreno, sin estar seguros del éxito?...

Me pongo nervioso. Mis dos baqueanos, Carabacal sobretodo, comienzan a gruñir fuerte. El descontento de este último se comprende: no come, padeciendo todo el día, sin tener en lo hondo de sí ninguno de los sentimientos que otorgan coraje a quien persigue un objetivo y quiere alcanzarlo a todo precio. De modo que, como temo que me abandone tomándome desprevenido, ejerzo la precaución. Heme aquí precisamente en un toldo de indios araucanos. Uno de ellos, al que interrogo, dice que conoce el menos malo de los caminos que podría tomar mi carro para ir hasta Machinchao. Lo convenzo para que venga conmigo, y, una vez hecho el trato, despido inmediatamente a Carabacal por temor a que cree problemas entre mis hombres.

No me arrepiento... Mi nuevo baqueano, indio de pura sangre, conoce de maravillas la comarca y posee un carácter excelente, lo que me hace olvidar pronto la mala voluntad de mi guía chileno.

Nuestro viaje encuentra un momento de distracción cuando encontramos una cantidad grande de piches, pequeños armadillos un poco menos gordos que los peludos, y que de manera contraria a estos últimos, se alimentan de día: no se los ve más que en primavera y verano. En otoño vuelven a sus agujeros donde permanecen todo el invierno, como nuestras marmotas, alimentándose con la grasa acumulada durante la estación buena.

El piche es un plato muy sabroso, que figura con honor en la mesa de los gourmets más finos de Buenos Aires, y nosotros estamos contentos de añadirlo a nuestra dieta.

Sin embargo, esto no alimenta a nuestros caballos, y para consolarnos, el guía nos anuncia para traspasado mañana una gran extensión de arena de la que me pregunto cómo saldremos.

Por un azar de la Providencia, nos encontramos con un indio con algunos caballos, que acepta prestarme para arrastrar mi carro hasta Casa Piedra, punto donde encontraré un camino construido por los ingleses de Machinchao. Para ese trayecto de diez u once leguas, el indio me pide cincuenta pesos, es decir doscientos cincuenta francos. No tengo mucho que regatear, ya que sin su ayuda, la suma que perdería sería aun más considerable.

14 de octubre. Día de descanso para todo el mundo. Cazamos. Además de algunos piches, traemos diez huevos de avestruz que descubrimos en un nido. Ese nido nos lo señaló el macho, que estaba echado encima y que, al acercarnos, se levantó asustado. El nido está hecho de plumas que recubren una excavación hecha al pie de un arbusto achaparrado, y esas plumas se las arranca el macho de su pecho. Es también el macho el que incuba los huevos que las siete u ocho hembras que tiene bajo su dependencia vienen sucesivamente a depositar en ese nido, y es él también quien, después de la eclosión, cría y protege la querida progenie... Puede suceder que se encuentren una treintena de huevos en un mismo nido: estos huevos, que provienen de hembras diferentes, son de colores variados, amarillo verdoso con manchas blancas, blanco con manchas verdosas, etc.

La especie de avestruz a la que pertenecen esos huevos es la rhea darwini, comúnmente llamada ñandú. Cada huevo tiene un tamaño equivalente a doce huevos de gallina; es mucho menos grande por consecuencia que su congénere de África, sus plumas son blancas y negras, pero no tienen el aterciopelado o la amplitud de las plumas de avestruz del Cabo.

15 de octubre. Partimos para Casa Piedra. Las peripecias, las fatigas de ese trayecto, no se las contaré. ¿No debimos, varias veces, descargar completamente el carro, cargar las cajas en las espaldas de los hombres, y uncir hasta quince animales a nuestro carromato vacío? Por fin, el 18 llegamos a Casa Piedra, llamada así por las ruinas de una casa de piedra –primer establecimiento de los ingleses en la comarca- donde encontramos un camino que va del lago Nahuel Huapi a Machinchao.

Por la tarde mis gauchos dejan Casa Piedra y se dirigen por la ruta hacia Machinchao, mientras que yo parto a caballo, con mis perros, a cazar en la pampa. Levanto un avestruz macho, ocupado en incubar los huevos de sus hembras. Los perros se lanzan en su persecución. En mi apuro, ávido de apropiarme a la vez de los huevos y del avestruz, me saqué mi chaqueta y mi sombrero y los arrojé sobre el nido de manera de encontrarlo fácilmente, luego me lancé a la búsqueda del ave deseada. Pero la presa se alejó. Pese a galopar en todos los sentidos, no vi nada en el horizonte. Decepcionado, quería asegurarme por lo menos los huevos, pero en la inmensidad de la pampa uniforme, no encontraba ni el nido, ni la ropa. Esto me molestó por cuanto he dejado en los bolsillos de mi chaqueta mi reloj y la brújula prismática.

Cansado de luchar, puse pie a tierra para rehacer en sentido inverso el trayecto realizado desde el nido, guiándome por las huellas dejadas por las herraduras de mi caballo. Lo hice bien, ya que encontré rápidamente mis cosas y los huevos que coloqué en una bolsa de tela colgado de mi silla.

Durante ese tiempo, volvieron mis perros, ensangrentados, ladrando por la pampa. Seguramente han dado caza al avestruz, pero ¿dónde lo dejaron? Vuelvo a montar el caballo. Exploro los alrededores, en vano. Se hace tarde, mi caballo está fatigado. El viento frío de esos lugares, el pampero, no tarda en levantarse. Me resultaría verdaderamente desagradable el tener que pasar la noche, solo, sin abrigo, bajo la brisa glacial.

Recupero un poco de aplomo luego de comer un huevo de avestruz crudo, y retomo la ruta con mi caballo que, agotado, no puede ir más que al paso. Esto hace que no encuentre mi carro hasta las ocho de la noche.

Allí otra desventura me aguarda: el gaucho que dirige mi tropilla de caballos ha atravesado directamente el meandro de un arroyo , en lugar de bordearlo. El gaucho que conducía el carro no pudo entonces retener su tiro, ya que las mulas querían a toda costa seguir la tropilla. El resultado fue atascarse en el arroyo. El carro se hundió hasta la caja. He aquí trabajo en perspectiva para mañana.

19 de Octubre. Descargamos totalmente el carro. Con seis largas cuerdas, a las que atamos seis animales, conseguimos sacarlo del lodazal. Volvemos a cargar y volvemos a andar.

Quinientos metros más adelante, el mismo problema. Volvemos a encontrar el arroyo y hay que atravesarlo nuevamente. Otra vez nos atascamos en el fango, y rehacemos, sin alegría, la misma operación con el carro que antes.

Por fin hacia la noche llegamos a Machinchao, vasta extensión de tierras pertenecientes a una compañía inglesa.

Aquí se levanta una estancia confortable, pese a la aridez y la soledad de la región septentrional. Mi mirada, deshabituada a contemplar otra cosa que pálidas extensiones desplegadas bajo un cielo opaco, descansa tranquilamente, ahora, sobre grandes rebaños de ovejas, que se calculan en veinte mil cabezas y que pacen apacibles en el valle invadido por el crepúsculo.

Creía que, en esta estancia, tomaría gustoso contacto con algunas personas afables cuya sonriente hospitalidad calmaría mis nervios, despejaría mi cerebro y me incitaría, en un estado de bienestar, a conversar sobre el carácter de la gente del lugar, sus costumbres,... toda una filosofía sin pretensiones, pero sustancial y clara, mediante la que uno se las ingenia para sobrevolar un poco por encima del simple hecho de existir. Encontrar unos franceses en este momento me hubieran llenado de gozo. Ay! Me topo con una especie de anglicano envarado, agrio como una gobernanta y frío como un puritano, gerente de la casa y que hace los honores de tal manera que no me surge ni por un instante el deseo de afincarme junto a él.

Aprovecho no obstante la herrería de la estancia para reparar el carro, seriamente

dañado por las sacudidas del camino. Aparece a menudo, en este relato, mi maldito carromato: es que me ha dado tantos problemas! Ha complicado tantas veces mi camino!...

23 de octubre. Dejamos Machinchao y nos dirigimos hacia Quersqueley. Avanzamos poco, en esta primer jornada, hostigados por el pampero que nos muerde sin piedad el rostro. Las mulas se niegan a caminar. A mi mismo casi me desmonta la violencia del viento maldito.

Al día siguiente, uno de nuestros animales cae víctima de un accidente que nos fuerza a detenernos para pasar la noche en un lugar poco agradable: el agua es salada, nuestro mate tiene un gusto detestable. Continuamos con nuestros infortunios. Por la noche cae una abundante lluvia. Al día siguiente, es el turno de la nieve. Estamos literalmente empapados, ya que no habíamos levantado la carpa, y no podíamos pensar en ir con este clima a Quersqueley.

Sin embargo, como no hay mal que por bien no venga, recogemos contentos toda la nieve que quedó acumulada en nuestros abrigos y mantas y la transformamos fácilmente en agua suficiente para cocinar en la marmita del campamento un puchero sabroso, preparado con la carne traída de la estancia...

(Traducción: M.S.)

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