En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1865: Avistamiento de Maquinchao


Georges Claraz, fue un naturalista suizo, nacido en 1832 y fallecido el 6 de setiembre de 1930.Tras viajar a Brasil a pedido de un profesor y amigo, Heusser, llegó a Argentina en 1859, donde se estableció en Entre Ríos. A partir de 1861 exploró Buenos Aires, La Pampa y el norte de la Patagonia. Compró tierras cerca de Bahía Blanca, luego cerca de Carmen de Patagones, en Rincón del Paso Falso y China Muerta. En el verano de 1865-1866 fue uno de los primeros en explorar científicamente la zona entre el río Negro y el río Chubut, que era un territorio indígena libre. Se hizo acompañar, gracias a la amistad con varios caciques, por guías nativos de distintos pueblos, el mestizo Hernández y Manzana. Las anotaciones de su viaje, publicadas 120 años más tarde, son un importantísimo documento para comprender las costumbres de las tribus con las que estuvo en contacto, además de precisas descripciones de sus paraderos y de la flora y fauna de la región.

Cuando no viajaba, Claraz se ocupaba de sus ovejas, vacas y caballos. Aunque poseía bastante ganado, vivía modestamente a la manera de los gauchos en una casita de adobe y dedicaba su tiempo a pasar en limpio sus notas. En 1870 encontrándose en Bahía Blanca asistió al malón de Calfucurá, en represalia por un ataque del Ejército a toldos indígenas.

En 1882 volvió a Suiza, dónde residió hasta su fallecimiento a los 98 años. En 1932 el gobierno suizo donó a la Argentina algunas piezas arqueológicas y los dos cuadernos de notas de Claraz, publicados 66 años después.

Claraz pasó dos veces cerca de Maquinchao y en su diario registra una cantidad de datos que sus acompañantes le contaron acerca del lugar. Los pasajes que reproducimos, correspondientes a los días 4 al 6 de diciembre de 1865, lo encuentran junto a la tribu de Antonio, que vivía en las inmediaciones de Maquinchao.


Lunes, 4 […] Regresamos. Hernández había matado una guanaca. Sacaron el nonato del vientre; yo me quedé con la cabeza y el pecho, y los demás con los huesos de las patas. Corté un pedazo de piel para mis zapatos. Cuando volvimos, Antonio me mandó una gorda porción de pecho. Más tarde, porque caían aguaceros y soplaba un viento terrible, mandó a su esclava Yerschgai para que nos levantara una pared de toldo. Comimos puchero, y nos dormimos pronto.

Martes, 5: La noche había sido bárbaramente fría; hielo en las ollas. El viento había cambiado y tuvimos que orientar nuestro biombo más hacia el sudoeste, de donde venía el viento. El pampero había limpiado la atmósfera, pero el viento siguió frío y fuerte. Tarde, entre 10 y 11, los indios salieron a cazar detrás del Tschaptschoa (Cerro Espina). Yo traté de escalar esta montaña. La falda oriental es muy escarpada. No obstante, subí por este lado. Me faltaba poco para alcanzar la cumbre. Tendría que haber dado un rodeo alrededor de toda la montaña para poder seguir más arriba. El viento era demasiado fuerte. Con un poncho no se puede subir a ninguna montaña.

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Hacia el norte se veía Makintschau y a lo lejos, hacia el oeste o sudoeste, las montañas o cerros nevados que ya habíamos visto (nieve yacente, Yahaugep-taunenn). A la distancia, en dirección noroeste, se divisaba, aunque borrosa, la cadena de los Andes.

Antonio dijo que desde aquí hay solamente cuatro jornadas, o siete con los toldos, hasta Las Vacas, es decir, al sur del Nahuel Huapi.

Me apeé; no encontré ningún helecho. Mi caballo, que había roto el cabestro, desapareció.

Manzana había boleado un avestruz y comimos un delicioso chaschka*. Luego puchero, té y café, y dormimos bien. El viento, sin embargo, se filtraba a través de todas las frazadas y hasta los indios sintieron frío a pesar de sus quillangos. Hicieron un fuego durante la noche para calentarse los pies.

Miércoles, 6: El día se presentó un poco mejor que el anterior. Los indios bolearon cerca de la laguna por la cual habíamos pasado. Manzana cazó un guanaco joven. Volví temprano y todas las damas vinieron a visitarme, pidiendo bebidas, yerba y tabaco. Les di a todas un poco de tabaco. Me enseñaron algunas palabras. Regalé a la joven hija del cacique algunas cuentas de vidrio. Cuando el cacique y Hernández aparecieron en la altura, se despidieron las ocho o nueve damas. Una de las del cacique hablaba bien español, pero con el mismo acento que hablan el castellano los ingleses.

En total me visitaron todas las mujeres de la toldería, menos dos muy viejas.

Esta tribu se compone de ocho toldos. En medio está la del cacique; Antonio es el más grande y lleva una lanza. El cacique tiene dos mujeres, dos hijas, una esclava y un hijo pequeño. A la derecha está el toldo de la madre del cacique (…) A la izquierda del cacique vive su cuñado con un tehuelche joven; ambos son solteros. Los solteros son raros entre los indios, pues una mujer les es necesaria. Los solteros tienen que armar su toldo, cocinar, buscar agua y leña, etc. Por eso dicen que no sirve que un hombre esté solo.

Visité a Antonio, que me agasajó con un asado de charqui gordo. Tenía muy buen gusto. Hablé con él sobre varios temas. Preguntó, como todos los indios, por Rosas, y me dijo que quería mandar una carta al Chubat. Primero había encargado a Hernández que hablara por él; pero Manzana y todos los otros indios opinaban que debía escribirse. Me mostraron cómo frotan las pieles –cuando ya están secas- con cuarzos agudos para ablandarlas y suavizarlas. Las mujeres estaban entregadas a la tarea de cargar las pieles de dos guanacos chicos. Mañana seguiremos viaje.



* “En araucano, picana de avestruz asada con piedras” (Georges Claraz)

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