En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1911: El Sr. Maquinchao


Jorge Ardüser, Un Suizo en la Patagonia

Leonhard Ardüser nació en 1885 en Davos, Suiza. Es el lugar donde se reunen anualmente los poderosos del mundo, pero en aquella época no había trabajo y los suizos emigraban. Llegó a la Argentina en 1909. Dos años después se incorporó como capataz a la Comisión de Estudios Hidrológicos de Bailey Willis.. Tras pasar dos años en la Línea Arduser se afincó en Bariloche donde murió en 1966. Del Diario que llevó durante su trabajo, publicado por su hijo en 2004, extraemos las páginas que relatan su paso por Maquinchao en 1911.


Bagual Niyeu, noviembre 10. Por fin, ayer llegamos aquí, al emplazamiento del campamento principal. Está ubicado en un valle, al pie de una montaña, en total soledad ya que no hay pobladores, no hay casas, no hay nada. A una legua y media, hay una estancia. El lunes a la tarde llegaron nuestros siete caballos, desde Valcheta. Decidí partir recién el martes, para darles aunque sea, un pequeño descanso. Como las tres carretas seguían el lunes al mediodía, también mandé con ellas a nuestra chata, acompañada a caballo por nuestro cocinero y dos de los peones.

Nuestros caballos, a pesar del largo andar, llegaron en buenas condiciones. Aproveché el tiempo para engrasar nuestro coche (americano). Al otro día partimos, a las siete de la mañana. La cocina (las chapas de las paredes), la estufa y el corral, lo dejamos en punta rieles, mi gallito y mi gallinita también. Los señores Lewis y Mercer quedaron allí, esperando correspondencia. A mi perrito “Bobi”, aún chiquito, lo había mandado con la chata. Cabalgamos, yo en el caballo del señor Lewis haciendo punta, detrás de mí los caballos y las mulas libres y cerrando el desfile, el caballerizo con un peón. A las tres leguas llegamos a un pequeño pueblo de carpas: una casucha de chapas y una herrería. Es un campamento de los trabajadores del ferrocarril y un poquito más adelante, a un arroyito, que sale de un valle lateral. Dispuse desmontar, desensillar y abrevar a los animales ya que los pobres hace treinta horas que no toman agua. La última vez fue en Los Menucos.

Luego del descanso partimos valle arriba y a unas dos leguas, llegamos a punta terraplenes. Este terraplén es lo que da más trabajo, porque en partes es muy alto y muy ancho, para poder mantener cierto nivel. Cuando éste está listo y asentado, recién comienza la colocación de las vías, que es bastante fácil y va rápido. Pasamos por una estancia, ubicada junto a una laguna, y como sospeché que nuestra gente con las carretas hicieron noche aquí, hice la pertinente pregunta. Me informaron que las vieron unas dos horas atrás. A pesar de que la tiran seis mulas, avanzan muy despacio y en esto tiene que ver el mal estado del camino, en parte con profundos huellones. Calculé que los podríamos alcanzar antes de arribar a Maquinchao y efectivamente, unas tres leguas antes, los alcanzamos. Como hice casi todo el camino al trote, estaba bastante cansado. Até mi caballo a una de las carretas y me acomodé en ella. Sin embargo, mi caballo no se conformó con dejarse remolcar de las riendas, era demasiado orgulloso, no estaba para nada de acuerdo y de un tirón se soltó. Se lo pasé a uno de los carreteros, para que lo monte. A las tres de la tarde llegamos a Maquinchao, cien metros antes todavía cruzamos un río.

Maquinchao es una gran estancia, que tiene su nombre del dueño, un inglés. Como todas las estancias grandes, tiene varios edificios, casa para los dueños, otra para el mayordomo, casa para los peones, galpones, herrería, carnicería y grandes corrales. Aparte de esta estancia, que es el asiento principal, la Compañía tiene varias más. Creo, en total, unas ciento setenta leguas. En este lugar se encuentra desde hace casi un mes, el campamento del ingeniero Luginbühl. Rápidamente desmontamos y desensillamos, luego desenganchamos las mulas de las carretas y les dimos forraje. Al rato arribaron los ingenieros Lewis y Mercer, con el coche tirado por los dos caballos. En la correspondencia que trajeron había diarios para mí y un almanaque de Grisón, pero yo estaba demasiado cansado para leer en ese momento.

A la noche nos fuimos al almacén que tienen los ingleses en la estancia, a comprar lo más necesario. La mayoría de los productos aquí están más baratos que en San Antonio. Los ingenieros se compraron, entre otras cosas, un sweater y guantes, y yo un saco de cuero a treinta pesos. Me encuentro ahora protegido contra el viento y la lluvia. También compré tabaco y unos caramelos, para chupar y humedecer la boca, cuando se reseca por el viento y el polvo. Como el señor Luginbühl por el momento no está, nuestros ingenieros durmieron en su carpa. Nuestras camas las armamos en el suelo, y ni bien terminamos de comer nos acostamos.

A la mañana siguiente me levanté a las cuatro y les coloqué los morrales a los animales. Luego de nuestro desayuno, les pusimos los arneses y los enganchamos en las carretas y en nuestra chata. Eran las seis y media cuando siguieron viaje. El señor Lewis con su coche de caballos no tenía apuro para partir, porque con él avanza mucho más rápido. Por eso, yo también tenía que quedarme. Unos de los peones, que se quería ir a la cosecha desde Valcheta, nos tuvo que acompañar hasta aquí, porque el patrón no tenía dinero allá. Ahora se fue y tuve que mandar con él, a otro peón hasta punta rieles, para traer su caballo de vuelta.

A eso de las nueve coloqué los caballos en el coche y ensillé mi caballo. Noble, el caballo del señor Lewis, se lo di a un alemán, que se ocupa de conseguir los artículos de almacén para la comisión. La verdad, no me gustó mucho entregarle el mejor de nuestros caballos, porque ayer volvió con uno lastimado, por no colocar correctamente la montura. Pero ya ensillé a mi Duque y no quedó otro caballo para darle.

Cuando habíamos recorrido, a lo sumo, dos leguas, nos cruzamos con el ingeniero Luginbühl, que venía a caballo desde el lago Nahuel Huapi. Había cruzado también a Chile. Luego del intercambio de los tradicionales saludos, nos mostró muy lindas fotografías del lago, de la cordillera y también del lado chileno con un puerto. Debe ser una región maravillosa, a juzgar por las hermosas fotos. Nos comentó que allá arriba hay menos viento que en estas relativas llanuras abiertas y que, además, hay muy lindos campos. Mientras estábamos charlando y mirando las fotos, llegó su coche, tirado por dos caballos y detrás su caballerizo con mulas, una de ellas con carga.

Noviembre 11. Continuamos nuestro camino y a unas tres leguas de Maquinchao alcanzamos las carretas. Eran las once y tenían desenganchado a los animales para que pastoreen y descansen. Junto al fuego, se estaba dorando un costillar para nosotros, por la parte de afuera corría la grasita, faltaba darlo vuelta por unos minutos y listo. Don Federico y su gente ya habían almorzado y estaban durmiendo la siesta. El asado estuvo excelente y a la sed la combatimos con una taza de mate cocido. Los platos y las tazas no son precisamente de la más fina porcelana china, pero sí importados, de hojalata de primera calidad. Tienen la ventaja que cabe tres veces más que en la delicada porcelana de la ciudad.

Pasada la una de la tarde, don Federico despertó a su gente, que estaba durmiendo a la sombra, debajo de las carretas. Por aquí se estiraba un brazo, por allí una pierna; los que estaban de espalda se dieron vuelta sobre la panza y los que estaban tirados de panza, se pusieron de espalda. Pero poco a poco empezaron a despabilarse. Había que enlazar las mulas, lo cual en campo abierto no es nada fácil. Siempre hay algunas chúcaras. Unas pocas se tiraron al río y nadaron a la otra costa. A caballo logramos hacerlas volver. Las que aún estaban en el agua eran fácil presa de los lazos.

Seguimos viaje con nuestro coche, siempre en dirección oeste. Todo parecía plano; sin embargo, el agua del pequeño río indicaba cierta inclinación. A las cuatro leguas, o sea, siete en total desde Maquinchao, arribamos a una estancia de la compañía del mismo nombre. A lo largo del río hay muchísimos patos y gansos silvestres. El mayordomo invitó al ingeniero Lewis y al señor Mercer, a pasar a la casa. Mientras tanto desenganché los caballos de tiro y les saqué las monturas a los otros. Me quería tirar un poco, porque el permanente trote para seguir el ritmo del coche, cansa. Con el galope corto, propio de los caballos criollos, uno aguanta horas sin problema. Estaba por dormirme a la sombra del coche, cuando se acerca el señor Mercer, preguntándome si no tenía ganas de acompañarlo a una laguna, ubicada a un kilómetro y medio, a buscar huevos de patos, gansos y flamencos. Qué bien, pensé, vos venías cómodamente en el coche y ahora necesitas caminar. Lo acompañé, porque por lo demás es un tipo macanudo. Estuvimos buscando sin éxito, no encontramos ninguno y le agradecí la caminata, con la aclaración de que, si pensaba recorrer otras lagunas, tenía que ir solo, sin mí. Se limitó a reír con ganas.

Volví caminando solo y cuando llegué a una loma detrás de la estancia, observé a unos quinientos metros junto a una laguna, a nuestra chata y a las carretas. Ya habían desenganchado a las mulas. El coche estaba junto al casco de la estancia y yo había largado a los caballos a pastar, por lo cual no me quedó mas remedio que echarme mi montura al hombro y patear hasta donde estaban las carretas. Por primera vez en tres días, tenía oportunidad y agua para lavarme. Luego de forrajear a los animales, abrí mi montura en el suelo, extendí unas mantas, preparando la cama para la noche. Siempre a las cuatro de la mañana me despierta Bobi, mi perrito, tirando de las mantas y de mi pelo. Cada vez que quiero doblar o extender las mantas, él se para encima, las muerde y tironea. Es de lo más juguetón y me causa risa, lo quiero, me gusta.

Para la cena hubo un puchero y té. Luego me acomodé junto al fuego, fumando mi pipa, mientras charlamos con don Federico. Después de las nueve nos fuimos a dormir. A la mañana hubo bastante trabajo para atender y forrajear a los cuarenta y siete animales, que se juntaron aquí.

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