En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1926 : El cirujano en Maquinchao


Ernesto Serigós, El "médico nuevo" en la aldea.

Ernesto Serigós nació en 1895. Tras recibirse de médico en Buenos Aires en 1920 viajó a Bariloche. Decidió quedarse. Con algunas intermitencias, volvió a Bs. As. en 1926. Serigós narró sus experiencias en el sur en El médico nuevo en la aldea, publicado en 1963 con un prólogo de Jorge Luis Borges. Escribió también una novela que expresa su interés por las tradiciones andinas. Murió en 1977. En estas páginas cuenta un viaje a Maquinchao hacia 1926, para atender un caso de urgencia y lo que lo aguardaba allí. Estaba en Bariloche y había comprado un coche de segunda mano…


La estada en el lago se prolongaba a la espera del maltrecho carro y ya finalizaba abril y con las primeras lecciones de manejo me entregaban un telegrama de un criador de ovejas de Maquinchao en el que me llamaban para una consulta. Un segundo telegrama hablaba de urgencia. Contesté que saldría a la mañana siguiente –con mis conocimientos de mecánica que eran nulos tanto como los de manejo. Maquinchao es un centro lanero sobre la línea del entonces F.C. del Estado y lo separaban trescientos kilómetros de desierto, pésimos caminos y la más cruda soledad.

El Dodge de dos asientos roncaba a la puerta del hotel al aclarar el día mientras yo daba cuenta de un importante desayuno y Demetrio, el ucraniano, ultimaba detalles de mecánica y ubicaba cajas de instrumentos y valijas en la trasera del coche.

En la despedida me aseguró un feliz viaje en razón de que nada malo podría ocurrir… Amparado por mi ignorancia, viajaba más tranquilo que años más tarde, con la sólida experiencia recogida en esos desiertos. Una variedad no identificable de ruidos me acompañaban como música de fondo en ese silencio patagónico. Era mediodía y luego de rudos barquinazos tuve la sensación de algo anormal; el coche estaba inclinado a un lado. Suponía que una rueda habría fallado pero no tenía ánimo para enterarme de lo que ocurría y de improviso me di cuenta que Demetrio había olvidado decirme como se cambiaba una goma pinchada.

Los frenos eran poco obedientes y cerrado el contacto del motor, el número incontable de agujeros del terreno se encargó de ir parando poco a poco el carro. Bajé finalmente. No pude descubrir la causa de la inclinación y en apariencia nada le ocurría a ninguna de las cuatro ruedas pero lo que no pude encontrar fue la rueda de auxilio…

Transcurrían las horas de la tarde sin haber visto un ser humano y nos acercábamos a un conjunto de casas de ladrillos en medio de un llamativo alfalfar, un oasis en ese interminable campo de neneo que más de una vez trajera a la memoria lo que fuera milenios atrás: el fondo de un mar invasor. Álamos en fila, amarillados por el otoño, rodeaban ese atractivo campo verde. Consultada la pequeña guía de viaje me enteré que estábamos en Comallo. Me detuve en el surtidor de nafta –protegido por una empalizada- frente a la importante casa de negocio de donde salió un joven tal vez sirio-libanés que llenó de nafta el tanque y me sugirió que algún elástico del coche estaría roto. A una inclinación suya en actitud de ver algo, yo también metí la cabeza debajo para enterarme que era eso del elástico. Una pila de láminas de acero a un lado de la rueda, fue observada en detalle: la más larga e importante estaba rota y lo mismo ocurría a las dos que le seguían y –agregó- si no se reparan ahora es seguro que usted se quedara en la ruta. El podía evitarlo –decía al entrar en busca del vuelto. Pronto reaparecía con una larga cinta que con un cuchillo iba modelando de una vieja cámara de neumático. De espaldas contra la arena le ayudé a un prolijo vendaje que reforzó con una soga. Me pareció original el tratamiento de la fractura del elástico, algo tan vital para el carro, comprobando después su eficacia en ese andar por ásperos mallines que hacían del coche una verdadera zaranda.

Tonificado por una aromática taza de café, según sus costumbres atávicas, abandoné Comallo en mitad de la tarde cuando el frío recrudecía de golpe con caricias de filo de acero en las orejas. El sol, una enorme bola de fuego, tocaba el horizonte en momentos en que la población de Punta de Rieles, estaba a la vista. El viaje se cumplía sin incidencias importantes pero, un terrible cansancio se había adueñado de mi persona. Creía que mis brazos no responderían más al bruto trabajo de gobernar esas cuatro ruedas que brincaron todo el día de un agujero al otro.

Mis manos, curiosamente hinchadas, parecían dos enormes sapos y se movían con la misma torpeza de esos batracios y mis doloridas espaldas se negaban a seguir siendo sostén de ese par de brazos en un trabajo desconocido para ellos.

En la estación de servicio se reaprovisionó el coche mientras su encargado hacía elogios entusiastas del motor, que yo oía indiferente como anestesiado y borracho por el cansancio. Sólo pensaba en poner término a ese incomprensible sacrificio. Una veintena de casas me rodeaban y bajo sus techos vivía toda la población. Me indicaron el hospedaje, el hotel Punta de Rieles, una construcción de ladrillos a la vista como todas las que vi. Pasé a la habitación que me asignaron y aproveché para una higienización a la espera de algo caliente para ingerir. Era la primera vez que entraba a un alojamiento de esa índole. La inspección del obscuro recinto tuvo efectos imprevistos, en especial al observar la cama. Nunca hubiera imaginado que esa palabra expresara cosas tan distintas; me recosté largamente en ella y pronto desaparecí de su superficie, pues además de que el elástico había perdido tal condición, el colchón tenia el espesor de eso que antes era común ver sobre las camas y le llamaban cobertor. Maniobré para poder salir de semejante cueva. Todo eso lo toleraría en razón del progresivo derrumbe de mis fuerzas y el no existir esa minúscula e implacable fauna cuya voracidad no admite convivencia humana.

Pero, aquello era una cámara frigorífica. El frío salía proyectado de sus paredes pintadas con grandes flores obscuras y aumentaba por minutos y empecé a enfriarme con un frío distinto, un frío que me deprimía. No pude resistir más y salí al patio y pronto me encontré con el bar. Y mientras ingería una infusión caliente que no pude identificar, me disculpe ante el dueño del hotel por haber resuelto seguir, ganar tiempo y llegar cuanto antes a Maquinchao. Momentos después, sentado en el chiribitil que me albergó catorce horas, me encontraba más a gusto, más en mi casa. El aire helado rasguñaba mis orejas y el terrible cansancio, sólo mitigado por tan breve descanso, era propicio para que me invadiera una ola de pesimismo: ¿qué diablos me llevaba a ese lugar, un pueblo horriblemente triste, extendido en dos hileras de casas a uno y otro lado de la vía, con una población de criadores de ovejas de una riqueza relativa? ¿Y a quién iría a ver? ¿Y si se tratara de un caso quirúrgico, con quién me aventuraría a afrontarlo? ¿Estaba justificado ese viaje lleno de riesgos, ignorando lo más elemental del automóvil? Me consolaba saber que había recorrido las cuatro quintas partes de la distancia y también las etapas rudas y solitarias. En adelante me acompañarían las vías del ferrocarril y los hilos del telégrafo acostados en la punta de los postes que me entretenía en contar a la espera del que tenía arriba un número prendido.

De pronto el celaje rojo del cielo ennegreció, se cerró la noche y los mechones de hilos impresionaban como fantasmas alargados a la vera del camino. “La tranquera de la estancia Maquinchao está a la derecha, escondida en un monte sobre el camino, una legua más adelante está el pueblo”, decía mi escueta carta de viaje. Una sombra de un monte se divisaba confusa en el horizonte. Me detuve, reconocí la tranquera. No había duda; era de la estancia. Estaba resuelto a seguir, pero un silbido agudo que parecía venir del motor –y por supuesto desconocido para mí- me tenía preocupado desde los últimos kilómetros. Allí pediría auxilio. El gerente y su familia estaban comiendo. Impuesto de la novedad dio instrucciones al mecánico invitándome a su mesa y a pasar la noche.

Preocupado por el enfermo y por el coche, abandoné la cama muy temprano, antes de lo convenido, pero el mecánico se había adelantado y después de un mudo manipular a la luz de un foco potente, exclamó triunfante: -Pero, doctor, ¡como para que no silbe su motor! El tanque no tiene una gota de aceite. ¿Qué había ocurrido? Bajo las tablas del piso –que bajaban y subían como teclas de piano- pasa un caño que lleva el aceite al motor. Los barquinazos lo desgastaron y terminaron por agujerearlo. Con una tela adhesiva de mi botiquín, tapó el agujero y quedó conjurada la grave amenaza. Repuesto el aceite el motor volvió a roncar. Preferí desayunar en compañía del mecánico y salir cuanto antes, pues en la estancia me habían impuesto de la gravedad de la enferma internada en el hotel Argentino.

Minutos después me encontraba con las primeras rucas en barro y paja y el ladrido desganado de un perro, anticipo de la población. Maquinchao era un poco menos importante que Ingeniero Jacobacci (Punta de rieles) y sus casas estaban también alineadas a uno y otro lado de las vías del ferrocarril y a la precaria luz del amanecer aquello parecía una sucesión de hornos de ladrillos ya cocinados… Se distinguía desde lejos el nombre del hotel en amenazantes letras negras, coronando su frente con vista a la estación.

Detuve el coche. Al abrir la puerta de calle un ruidoso campanillazo alarmó a una persona que asomó detrás de un mueble estante lleno de botellas que dividía un salón obscuro y frío con olor agrio a encierro, aserrín y a colillas de cigarrillos.

-¿Qué se le ofrece aaa eeesta hooora?- terminó por fin ese hombre joven, español, flaco, barbudo de varios días. Me presente y aclare mi presencia a esa hora. Pareció no darme importancia y en una catarata de palabras se presento: “Vavalentin Fefernández papara servir a usted. Su enferma está en la número 8, se ha papasado vomitando totoda la noche, y ya verá pepesa como ciento veinte kilos.” Me indicó mi albergue, la número siete, enfrente. La pieza era gemela de la del Punta Rieles pero con una estufa de queroseno: eeesso –dijo mirándola- es asunto de los familiares de la enferma, aquí no acostumbramos a esas cosas… La cama tenía dos colchones y numerosas frazadas y el frío –la estufa estaba apagada- era de la misma calidad, pero no había flores obscuras pintadas en la pared. “Este hotel está atendido por sus dueños”, decía en un pequeño cartel, de modo que tuve que bajar mis valijas, en momentos en que se acercaba la dueña de casa con cara de sueño, acicalándose de paso para acompañarme a ver la enferma. Después se abría la puerta de la número ocho, tapiada de colchones y maletas. En tres camas habían pasado la noche cinco personas y la enferma. Se disculparon. Finalmente pude acercarme a ella. Nunca había visto un vientre de tales proyecciones y mucho menos con un adicional en el ombligo –era una hernia- por donde parecía querer salir la cabeza de un recién nacido. Estaba pálida, fría, el pulso incontable, además –dijeron- no ha pegado los ojos en la noche. La voluminosa hernia llevaba muchas horas de atascamiento. Inyecté como es de rutina una ampolla de morfina. A la espera, preparamos en la pieza vecina la sala de operaciones: dos mesas del bar puestas en serie, harían de mesa quirúrgica.

Con alardes de acrobacia alguien ubicó en alto lámparas de queroseno. En estos menesteres nos sorprendió la noticia de que la enferma había quedado dormida. La hernia bajo la acción de la morfina se había desatascado. A mediodía llegaba el esposo, después de tres días de ausencia, en que dejara a su esposa con simples molestias gástricas y sorprendido quería saber si ese cuadro podría repetirse.

Yo daba gracias a la providencia por haber evitado una operación de urgencia llena de riesgos en ese ambiente, pero tenía que decir la verdad. Aconsejé llevarla a Buenos Aires, allí, bien preparada, la operaría. Esa conducta sería consultada y resuelta por ellos en el transcurso del día.

En la mitad de esa tediosa tarde fui a conocer al comisario del pueblo, autoridad máxima, en momentos en que llegaba un hombre a caballo atado al recado, con sus ropas manchadas de sangre, encorvado y pálido. En una mesa de la comisaría puse al descubierto una herida de arma blanca que le cruzaba el vientre por arriba del ombligo. Poco después bajo la acción anestésica de un gran vaso de ginebra, entreabrí la herida. El músculo estaba seccionado, una importante arteria sangraba copiosamente, la apreté con una pinza y la hemorragia se cohibió. El arma no había llegado al peritoneo. Poco después el nativo, reanimado, ocupaba la cama de una fonda.

En cada mostrador ante un vaso de vino –reunión obligada de vecinos- se comentaba la operación en la comisaría. De vuelta, al acercarme a la enferma del hotel fui asediado por la familia para que la operara en Maquinchao. –Estamos enterados –dijo el marido- que en la comisaría acaba de operar a Secundino Mancufil, vecino de Rucu Luan, que llegó muriéndose…

Estaba tirada la carta Maquinchao… y tenía que jugarla… traté de asignar a la operación de la comisaría sus reales proyecciones, y hacerles ver en cambio el riesgo que significaba la intervención reconstructiva de hernia en ese ambiente, huérfano de elementos.

Mi argumentación no convenció. Esa noche, con la colaboración del idóneo de la farmacia local, don Luis Rusca, se esterilizó el instrumental y se preparó el material quirúrgico. La sala de operaciones estaba lista a media mañana, varias lámparas trataban de disipar la obscuridad natural del ambiente y dos estufas harían menos intolerante los doce grados bajo cero con que nos sorprendió el termómetro. Soñolienta por la morfina se acercaba la enferma, colgada de brazos y piernas, de cuatro hombres que se arrastraban a pasitos cortos hasta depositarla en la mesa improvisada. Algunos manifestaron deseos de presenciar la operación, los instruí sobre los posibles riesgos; además debían abstenerse de comentarios, con sus espaldas pegadas a la pared. Las manos del idóneo Rusca, mi ayudante, habían tolerado media hora de cepillado jabonoso y sus dedos ahora enguantados apuntaban arriba, inmóvil él, frente a ese vientre monumental que caía a ambos lados de la mesa. El ombligo era ahora un gorrito lleno de arrugas y nada recordaba el estado de erección del primer momento. Segundos después emprendería lo que consideraba mi última aventura quirúrgica en la Patagonia.

Una cuidadosa pintada a la tintura de yodo dio la señal y dos jeringas cargadas con anestesia se turnaban en la infiltración de la pared. Empezaría con anestesia local pero en previsión, un aparato había sido cargado con éter e instruido en su manejo el ayudante del idóneo. A la espera del efecto de la infiltración anestésica en medio de un silencio expectante, mi imaginación volaba en el espacio y en el tiempo para actualizar los actos de arrojo en el hospital salesiano de San Carlos y, cambiando de escenario –Buenos Aires-, las últimas operaciones en el hospital y en el sanatorio rodeado de médicos y personal eficiente. Volvía ahora a renovar épocas de angustia, a afrontar solo la responsabilidad y la alternativa: vida o muerte de un semejante. Mi mano empuña firme el bisturí para trazar dos incisiones por arriba y por abajo del ombligo que conforman un amplio losanje. Con las primeras maniobras dentro del abdomen un violento acceso de nauseas exterioriza las vísceras. Considero entonces oportuno propinarle anestesia general y pronto una conveniente relajación de las paredes, favorece las maniobras de reconstrucción.

Expresiones de asombro incontroladas partían de los observadores alineados contra la pared. Mi ayudante veía por primera vez una barriga abierta; muchas escenas prefirió ignorarlas desviando la vista del campo operatorio y bostezaba a menudo pero se mantuvo eficiente. La capa de grasa abdominal era de un espesor pocas veces visto y no menos de tres docenas de puntos reforzaron la pared. Vigilando su despertar quedó el ayudante con la consigna de inyectar en los muslos varios frascos de suero. Se había cumplido la primera etapa. Ahora empezaba la ansiosa espera: un estreptococo o un coco cualquiera agazapado en el material quirúrgico que proliferara en el peritoneo podría en pocos días desmoronar las ilusiones…

A lo largo del villorio de Maquinchao circulaban las versiones más inverosímiles: los intestinos –según los espectadores que habían seguido las incidencias- salían del vientre para volver una y otra vez hasta quedar por fin amarrados con hilos. ¡un juego de magia!, pero todo eso llegaba a mí como un murmullo lejano. Lo que oía a gritos era lo que intuían los últimos reductos de mi conciencia. Ya no era el médico recién salido de la universidad, obligado en San Carlos a intervenir enfermos en inminencia de muerte. Ahora mi título estaba refrendado por varios años de labor en los mejores centros quirúrgicos que me habían inculcado además un agudo sentido de la responsabilidad.

Pero finalizaba el cuarto día de angustias y emociones para la operada y su cirujano y con ello renació la calma. A los catorce días hacía pequeñas incursiones alrededor de la cama. Mi estado de ánimo estaba condicionado por el feliz resultado de una operación que traté en toda forma de evitar y por sus inesperadas consecuencias: el hotel Argentino, que tenía el día de mi llegada como única cliente a la enferma de hernia, ahora se había transformado en un sanatorio colmado de pacientes de los más variados procesos y otro tanto ocurría en los demás albergues del poblado.

Me enteré que, con motivo de haber puesto fecha para mi regreso a Buenos Aires, se había convocado a una reunión de vecinos que resolvieron pedirme que fijara mi residencia definitiva en Maquinchao donde me proporcionarían vivienda adecuada y elementos para la instalación de una clínica, pero ya había aceptado una invitación para colaborar en el Instituto de Cirugía de los hermanos Finochietto que se reconstruía en el hospital Rawson de Buenos Aires.

La operada regresaba a su casa de campo de Rucu Luan pero me retenían otros enfermos.

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El “banco de Rucu Luan”

Entretanto el termómetro nos sorprendía con cifras más y más inquietantes. En la estancia Maquinchao anotaron 21º bajo cero, la mínima registrada hasta entonces. Al día siguiente la cuenta de las rayitas ¡llegó a -23º!. La vuelta al hogar se convertía en una angustiosa necesidad y en la estación me habían informado que el tren para Buenos Aires, vía San Antonio, no había pasado para Punta de Rieles y no había noticias si lo haría en adelante, pues la grasa de los ejes de los vagones se congelaba.

Y a unas doce leguas al sur en el lugar llamado Rucu Luan una importante casa de negocio era además el banco de la zona. Ahí liquidarían los honorarios de varios operados, de manera que tenía que ir al banco, pero nadie se arriesgaba a salir y menos en automóvil. Sin embargo, con motivo de una apuesta concertada en una mesa del hotel, un despierto muchacho se ofreció a llevarme en su Ford T.

Al día siguiente a media mañana salíamos la ingenuidad y el optimismo para hacerle frente al desierto congelado. No nos abandonó una especie de lluvia blanca que parecía de arroz. La famosa escarchilla, nieve helada, producía un suave tamborileo en el parabrisas pero como no adhería al vidrio, la visibilidad era buena. Esa minúscula araña motorizada hacía frente al desierto de hielo, avanzaba milagrosamente, rodaba o se deslizaba, no pude saberlo, pero avanzábamos. A través de la cortina cada vez más espesa se adivinaba por fin una población. Era el caserío Rucu Luan enterrado en la nieve. El Ford T detuvo la marcha pero no el motor. Afuera bajo el alero de la casa había muchos caballos ensillados. Entramos. Metidos en sus atrayentes ponchos castilla un grupo de paisanos ocupaban este lado del gran mostrador. Silenciosos, inmóviles, parecían en un velatorio y como es habitual, armaban cigarrillos y bebían alcohol. La intuición nativa les diría que ese implacable castigo de la naturaleza traería mortandad de ovejas y tal vez hambre. Las mujeres también fumaban, envueltas en matrones policromados de lana gruesa, hilada y tejida por sus dedos, teñidos con tierras y raíces de colorido puro y combinados con asimetría artística inimitable.

El contador me hizo pasar al escritorio donde se cumplieron las formalidades bancarias. Luego el dueño de casa me invitó a reponer fuerzas con café y un estacionado pisco del Perú. Me acompañó afuera bajo el alero donde un pequeño aparato era centro de atracción.

-Doctor, desde ayer la columna de mercurio esta plantada en 30 grados y el aparato no marca más… En ese momento no caía nieve, el motor no había dejado de funcionar –me dijeron para evitar la rotura del block- y salimos con un poco de calor adentro, pensando en la vuelta y en el milagro de esa pequeña máquina que nos arrastraba sobre la masa congelada de nieve. Y no era difícil calcular sobre qué espesor de nieve andábamos, pues la flora espinuda del desierto sobrepasa los dos metros y lo único que se veía eran los penachos de alguno que otro ejemplar. Por momentos el sol forcejeaba por penetrar esa cortina de nieve y por alguna vez lo conseguía apareciendo manchones brillantes que cegaban nuestros ojos.

La felicidad no es completa, ansiábamos que llegara el sol en nuestro auxilio pero la refracción era tan violenta que preferíamos que siguiera nevando. El valiente muchacho prendido a la dirección con sus manos congeladas no daba importancia a esa dura travesía en que un imprevisto pondría a prueba nuestra integridad física en X kilómetros de marcha y mucho dependía de cuántos fueran… Es posible que no exista en el país un deportista que haya experimentado los efectos de una marcha a pie sobre un campo congelado y bajo las caricias de una nevada a más de treinta grados bajo cero, y yo me siento feliz de no haber tenido que intentarlo…El raid Rucu Luan era conveniente aunque no indispensable, pero lo cierto es que yo no había imaginado tan tremendo riesgo. Estábamos a pocos kilómetros de Maquinchao, así lo hacía notar este muchacho que había reconocido un rancho sepultado bajo la nieve.

La tremenda disyuntiva, tomar ahora el tren y en dos días encontrarme con los míos en Buenos Aires o resignarme en ese infierno bajo cero a la espera de un posible tren, habían dejado de lado las angustiosas incidencias de este viaje inmovilizado en ese cochitril en que la parte del cuerpo por debajo de las caderas ya no me pertenecía, tan congelado estaba y tampoco las orejas, y la nariz como con salpicaduras de vidrios rotos.

El caserío de Maquinchao, separado de nuestra vista por una pantalla oscilante de copos de nieve, parecía una reunión de fantasmas estáticos de grandes ojos cuadrados. En la estación estaba detenido un tanque aguatero transformado en una monumental parva de hielo. Lo ha abandonado el tren de paso a Punta de Rieles, me informaron unos curiosos -¡Ha pasado el tren! –me dije feliz- Era la noticia que tanto esperaba.

El jefe de la estación se encargó de confirmarla: -Mañana el tren estará de vuelta para San Antonio –así lo esperamos, doctor- pero eso sí, tendrá que estar atento, pasará muy despacio pero no se detendrá, podría congelarse la grasa de las ruedas y ocurrirle lo mismo que a ese tanque aguatero.

¡Habíamos llegado, por fin! Si Maquinchao fue escenario de mi última aventura quirúrgica en la Patagonia, el raid Rucu Luan quedaría en mi espíritu como el epílogo de los riesgos físicos posibles. Una vez más me había dejado llevar por ese algo que nos manda desde adentro y que es más fuerte que el propio razonamiento.

A la mañana siguiente el gerente de la estancia entraba al hotel donde unas pocas personas estaban reunidas para despedirme: -Asómbrese, doctor, desde hace 48 horas la columna mercurial está detenida en treinta grados y ninguno de los aparatos de la zona están preparados para más bajas temperaturas. Se oían las más curiosas versiones del desvarío de la naturaleza. El hospedero en un tableteo contagioso –verdadera ametralladora de palabras- descontaba inmensas pérdidas de lanares y una tremenda miseria en toda la región. El estante –como todas sus botellas- quedó transformado en un depósito de vidrios y, su contenido –vino y otras bebidas- congelados mantenía su forma original…

Algunas se hacían trizas delante de nosotros, lo mismo que los vidrios de las ventanas de la calle. Ahora se detenía un auto. Al abrirse la puerta dos hombres emponchados, pálidos y de mirada ansiosa se acercaban al mostrador.

-Lo que acabamos de ver de aquí a unas leguas- dijo uno- es para que se le escarche la sangre a una trucha. De lejos divisábamos un bulto negro en tanta blancura. Era un auto parado y una de las puertas estaba abierta. ¿Qué le sucederá a estos cristianos?, preguntábamos intrigados. Nos acercamos. Adentro dos hombres parecían dormir recostados uno contra el otro… pero no contestaban, los zamarreamos y nada: ¡estaban muertos!.

Seguimos con un nudo en la garganta y una legua antes de llegar al poblado, dos cristianos más jóvenes estaban escarchados, agarrados de la mano. Tal vez trataron de llegar a pie. ¡Es para no olvidarlo créanmelo, es para no olvidarlo! ¡Patrón giniebra para todos y que sea doble!

Se oyeron unas campanadas, señal convenida con el jefe de la estación. Valijas en mano cruzamos la calle y pronto estábamos en el andén. Minutos después la máquina se acercaba arrastrando unos pocos vagones y, a la velocidad de un hombre en marcha subí al tren. Una vez más daría gracias a la providencia por haber podido tomar ese tren que fue el último por varias semanas. Ubicado en el coche comedor pronto me entere que, al no funcionar los automáticos de las puertas, los vagones tenían sus puertas abiertas para poder comunicarse entre si. El frío era más intenso que en tierra firme. No había nada caliente para beber y fue necesario ingeniarse para conseguirlo. Se organizó entre el pasaje un equipo con baldes y tachos de la cocina, a partir del ultimo peldaño de la escalera del vagón, donde el más arriesgado recogía nieve que seguía de mano en mano hasta llegar a la cocina. allí se transformaba en agua y en una infusión caliente.

En cada estación se repetía la escena de ayudar al que subía. El éxodo era impresionante, era visible el terror de quienes creían no poder volver a sus tierras. El llanto de los niños llegó a herir mi curiosidad haciendo tentativas para conocer sus motivos. Se quejaban de dolor, adentro, en las piernas y en los brazos y no era fácil ubicarlo. Ni entonces ni hoy podría explicar en forma científica el mecanismo de producción de ese dolor.

El tren rodaba incesante pero un hombre podría haberlo seguido a una marcha acelerada, si bien el atraso que llevábamos no estaría de acuerdo con esa lentitud, pues en épocas normales las paradas en cada estación –inexistentes ahora- suman muchas horas. Al promediar la tarde todos los lugares disponibles estaban colmados; en los asientos, unos arriba de los otros y de pie, los espacios libres eran una sola masa humana. El aire era irrespirable y las reyertas hacían cada vez menos humana la vida en ese conglomerado de seres aparentemente racionales.

Unos querían dormir, otros defendían sus críos de los apretujones con las personas mayores. Unos y otros pedían algo caliente que ya no era posible distribuir. Y así nos sorprendió la noche –naturalmente sin luz, afuera y adentro- y llegó medianoche en ese infierno en que flotaban toda clase de olores y cuando habíamos olvidado que teníamos que llegar a alguna parte, el convoy se detuvo. ¿Un desperfecto? No. Desde el andén de la estación un gruñido amortiguado repetía San Antonio… San Antonio… Era la meta inmediata donde nos esperaría el tren para Buenos Aires.

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