En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1960: El legado mapuche


María Lidia Pichilef, en La Nueva Provincia

María Lidia Pichilef nació en Maquinchao en 1950, y vivió allí hasta los 18 años. Marchó por razones laborales. Se casó, tuvo una hija y en la actualidad vive en Bahía Blanca, donde desde hace doce años conduce un programa sobre cultura mapuche en Radio Nacional. Practica yoga. El texto que publicamos apareció originalmente en noviembre de 2005 en el diario La Nueva Provincia, con el título “El día que nunca olvidaré: El legado 'escondido' de los mapuches”.

Cuando a la noche su padre cubría con cenizas las brasas del fuego que volverían a encender a la mañana, le decía que con la cultura de su pueblo ocurría lo mismo. No se había extinguido; perduraba bajo las cenizas para volver a brillar algún día.


De la temprana peregrinación a las fuentes de su raza María Lidia Pichilef conserva en su corazón y en su mente palabras y silencios. Palabras repletas de sabiduría y silencios plenos de comunicativa reflexión. Y profundos afectos. El Nguillatun hogareño, ofrenda y rogativa matutina, y la invitación del crepúsculo al silencio y la paz la indujeron a la gratitud.


Recuerda el avance de las estrellas y la luna sobre las primeras sombras de la noche. Las miraba sentada junto a su padre en el patio de la ruca (casa) familiar. Parecían un fraterno mensaje de eterno retorno.


Recuerda también que desde niña comenzó a recoger los tesoros de la sabiduría heredada a través de las cuse ñuque , las madres ancianas, y los fcha chao, padres ancianos. Supo así que era parte de una armonía entre el cuerpo, la mente, el espíritu y la naturaleza. Un todo inseparable bajo la contemplación de Nguenechen , el Gran Padre o Hacedor, personalizado en el número sagrado, el 4, por las imágenes del Anciano del Cielo Azul, la Anciana del Cielo Azul, el Joven Hombre del Cielo Azul y la Joven Mujer del Cielo Azul, quienes se comunican con los seres a través del inabarcable misterio de la creación. Una penetrante grafología que solo es revelada a los puros de alma y mente.


--Me fueron enseñando cosas transmitidas oralmente de generación en generación. Y que yo advertía en la forma de ser de los ancianos, en sus silencios, en su andar sereno, en la majestuosidad de sus voces. Los abuelos eran las figuras más importantes del núcleo familiar --manifiesta Lidia.


"Nos decían: si vives en desarmonía no puedes transmitir armonía. Si vives en el odio no puedes transmitir amor.


"Nos revelaban el conocimiento profundo.


"Mi abuela Elvira, igual que mi padre, me trataba de usted y solía repetirme: 'No siembre en su pequeño piuqué (corazón) la semilla del odio, de los celos, de la envidia, porque los frutos de esa semilla algún día los va a recoger usted'".


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Dice Lidia que aquella vara con la que los mapuches medían el bien de su comunidad y de la vida individual, no coincide con los índices económicos usados hoy para evaluar el crecimiento personal y social. Creían en un crecimiento personal hacia adentro del hombre y de la naturaleza.


También son diferentes sus formas de captar la realidad perceptible a los sentidos y la que trasciende a ellos. Esta última hasta puede suscitar un guiño de incredulidad en quienes se limitan a la verificación sensorial de su entorno.


--En los fríos inviernos, mientras caía la nieve, nos reuníamos alrededor del fuego y nuestra ñuque hilaba y mi hermana y yo tejíamos medias para la familia.
"Durante esas largas horas escuchábamos las leyendas y las historias que contaba nuestra madre. Como la que narraba la versión mapuche del diluvio universal, protagonizado por dos vilú (víboras): Xen Xen, grande como una montaña, que amaba a los hombres y era tan buena como Antü , el sol, y Kai Kai, que también era gigante, pero odiaba a la gente.


"Ellas se enfrentaron en una lucha feroz y a su alrededor desbordaron las aguas de los leuvü (ríos) provocando una gran inundación que cubrió la tierra.
"Escuchábamos casi sin aliento aquella historia en la que al final triunfaba Xen Xen, pero los ancianos advertían que al cabo de muchos siglos Mapú, la tierra, cansada de sufrir por culpa de los hombres, volvería a llamar a Kai Kai, y provocaría inundaciones, aunque Xen Xen estaría siempre atenta y decidida a salvarlos".
Afuera soplaba el viento. Su gemido al atravesar bosques y montañas fue la primera música que conocieron los mapuche -dice Lidia-- y el inspirador de sus instrumentos musicales sagrados.


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"Cuando yo era chiquita mi abuela solía concluir su paso por nuestra ruca diciéndole a mi madre: Mañana vístame la niña que vendré a buscarla para visitar a los enfermos del hospital.


"La primera vez me resistí. 'Yo no quiero ir, quiero jugar --contesté--, no conozco a esa gente'.


"La abuela me replicó: 'Nunca diga que no conoce a la gente, todos estamos juntos; la naturaleza nos une'. Y cuando moría alguien, me llevaba para que sirviera de consuelo a los deudos. En realidad, creo que me estaba preparando para la vida".
La abuela vivía aún en la comunidad mapuche, conducida por el lonco, jefe social, y los machis , guías espirituales y curanderos que se sentían acompañados por un espíritu consultor. Atribuían las enfermedades a influjos misteriosos provocados por el genio del mal, Huecuvú.



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Lidia, sus siete hermanos y sus padres tenían su ruca en Maquinchao, que, explica, quiere decir macuñ , poncho, y chao, padre, o Dios. Poncho de Dios. También podría significar en lugar de poncho, maqui , fruto de una planta.


--Mi padre había dejado la comunidad para vivir en el pueblo, de unos 1.500 habitantes, donde conoció a mi madre. Trabajaba en el ferrocarril, pero todos los años concurría al camaruco de Pura Vilú (Ocho Serpientes), cerca de Jacobacci.


"La ceremonia sagrada duraba cuatro días. Allí se reunían para cumplir sus ritos y analizar los problemas. En lugar de filas formaban grandes círculos, para no darse la espalda, y todos tenían derecho a exponer sus inquietudes y demandas. La ceremonia incluía el purún, una danza que cada bailarín interpretaba personalmente.


"Siendo aún muy chica sentí gran interés por la tradición y la cultura de mis antepasados. Mi padre trabajaba el día entero, pero a la mañana antes de irse celebrábamos siempre el Nguillatun , la ofrenda, y entonábamos los cantos sagrados, que repetían frases o palabras de bienvenida a Antü, el sol".


"Al atardecer compartíamos, sentados, mirando hacia el este, los silencios del crepúsculo, en estado de meditación.


"El silencio tiene para los mapuches un valor fundamental, de reencuentro con uno mismo. Decía mi padre que la naturaleza ejerce su hegemonía en silencio, como la luna sobre las mareas, la siembra y los nacimientos.


"Y me explicaba que la persona es como la piedra preciosa que uno recoge del suelo contaminada por la tierra y los sedimentos. La tarea del hombre consiste en pulir la piedra preciosa que cada uno es".


"A la noche se cubrían las últimas brasas con cenizas para encender el fuego más fácilmente a la mañana. Me decía que el pùllü (espíritu) de la raza es así. Permanece bajo las cenizas, pero vivo. Y volverá un día a encenderse y brillar.


"En la comunidad, instalada cerca del pueblo, permanecían mis abuelos y sus hijos.
"Mi tía no pudo olvidar nunca el día que llegó un camión con la policía y el juez de paz, los hicieron subir y los llevaron al pueblo. Me contaba que de aquel penoso episodio lo que más la había impresionado era la tristeza reflejada en los ojos del perro que los miraba partir como si sintiera su abandono.


"Una hermana de mi abuelo prefirió defender su tierra con un arma. Estaba con sus hijos y dijo que si intentaban sacarlos mataría a toda su familia y luego se suicidaría. Los dejaron. Mis primos aún residen allí".



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