En los años ´80 y los ´90, cuando vivía en Maquinchao, busqué referencias que me ayudaran a entender la historia del lugar. Las publicaciones a las que tenía acceso en la biblioteca local traían información escasísima, que poco ampliaban las anotaciones que había dejado el director de la escuela, Merlo Rojas, en los años treinta. Años más tarde inicié un recorrido por otras bibliotecas, universidades y archivos y encontré, no sin sorpresa, que existía una cantidad de documentos, relatos de exploradores y artículos periodísticos que hablaban del lugar.

Para ser una localidad aislada en una de las zonas más inhóspitas de la Patagonia, Maquinchao tiene una rica representación en la literatura. Aquí presentamos una selección de los textos hallados : relatos de viajeros, documentos y producciones locales, escritos en tres siglos. Algunos se publican por primera vez en castellano. La intención fue hacerlos accesibles, que sirvan para valorizar la rica historia local, comprender cuántas esperanzas y sufrimientos encierra, y ubicarse en su devenir, que no ha concluido.

1907: El médico gaucho


Manuel Porcel de Peralta, Biografía del Nahuel Huapi

Manuel Porcel de Peralta fue maestro. Vivió en Bariloche, donde en 1944 fundó un semanario “Polémica”, que duró varios años. Enamorado del lugar y deseando conservar el acervo histórico local se dedicó a escribir su obra más conocida, la Biografía del Nahuel Huapi, publicada en 1958. es “una síntesis de investigación histórica y una lúcida aventura en pos de los expedicionarios y misioneros”. En ella, tras una semblanza del doctor Veerertbrugghen, ubica en Maquinchao algunas de sus intervenciones.

¿Con que dinero se puede pagar, en 1910, a un médico que para salvar a una parturienta en San Martín de los Andes, y recibir al hijo que “viene mal”, tiene que galopar dos días con la tropilla por delante, vadeando ríos y arroyos crecidos, haciendo noche en cualquier rancho del camino que disponga de un fogón para calentar los miembros ateridos? ¿Cómo se regulan los honorarios: por legua, por hora, por arroyo que se vadea; por cantidad de nieve, lluvia o helada recibida sobre las espaldas? ¿O por la importancia de la intervención quirúrgica que con frecuencia se hace en situaciones desesperadas? El asunto es difícil. La gente pobre, especialmente, no es desagradecida; buscará la forma de recompensar en algo el sacrificio. La despedida del rancho es casi siempre la misma: -¡Dios se lo pague, doctor! Y las velas que antes se quemaron alumbrando al santo implorando por la salud del enfermo, se encienden ahora para rogar que el doctor tenga buen viaje, que no le ocurra nada malo; que no lo vayan a sorprender los salteadores que suelen merodear por la cordillera.

Los bandidos, por su parte, jamás piensan en asaltar al doctor, porque saben que es más pobre que una rata. Pero el belga, por su lado, va ejercitando la puntería en el camino, tanto como para que no lo agarren sin perro.

[…]

No siempre es necesario salir con la tropilla por delante. Si hay que ir a Correntoso o Rincón, el puesto de don Ángel Lavagnino y la Estancia “Tequel-Malal” harán de postas. En Arroyo del Medio tiene siempre su flete predilecto: el zaino cruzado es un hermoso caballo, compañero de muchas hazañas cuando el tiempo era cuestión de vida o muerte. En tales condiciones el viaje de ida y vuelta a Rincón era cuestión de dos días; a lo sumo tres, si habia epidemia.

Para trasladarse a Maquinchao, Nahuel Niyeo o Esquel, el viaje es distinto; casi siempre más exigido, más apremiante. Los telegramas, invariablemente, eran escuetos: “Enfermo o herido grave. Baje urgente”. Urgente significaba galopar tres días; haciendo escalas limitadas para el descanso de la tropilla. El doctor es médico-jinete, no se cansa nunca. Lo que quiere es llegar pronto, no sea cosa que llegue tarde. Lleva a los tientos un botiquín de urgencia, con reducido instrumental. De regreso vendrá haciendo puntería; cobrando algunas piezas para variar el menú en la estancia, puesto o rancho donde toque hacer noche. Luego galopará para recuperar el terreno que le lleva la tropilla arriada por su acompañante.

No se crea que porque el doctor sea casi un huésped en su casa no se preocupa por la atención de su familia. Por el contrario, es un auténtico jefe de hogar. Cuida de la tropa que se va haciendo en su lote, las plantaciones; y mantiene correspondencia con amigos que están en la patria lejana. Manda su hijo a estudiar a Córdoba. De allí saldrá geólogo o astrónomo, debe pensar el padre…

Es costumbre, en estos tiempos, sellar la amistad regalando uno de los mejores caballos de la tropilla. El doctor es muy aficionado a los caballos criollos. Comprende tal vez que sin el auxilio de buena tropilla es imposible que pueda cumplir esos enormes itinerarios con regularidad cronométrica. El tiene medidas con el reloj todas las etapas de la cordillera. Tiene, por otra parte, el hábito de la puntualidad. Por eso, después que a su familia, a nadie quiere ni atiende con mayor devoción que a su tropilla, que ha enriquecido con lindos parejeros. Al zaino cruzado, se agregan: el hermoso alazán que le ha regalado don Manuel Castro; el vistoso caballo blanco que le ha obsequiado Elorriaga, poblador de Anecón Grande. A medida que aumentan los amigos aumenta el médico su rodeo.

Si un forastero tropezara entonces en la huella con Vereertbruggehn, difícilmente supondrá que es médico. Sería indispensable ver la credencial. Su aspecto es en verdad original, pintoresco, como corresponde a la región. De alta y recia estampa, tiene cierta tendencia a la obesidad. Tiene más la pinta de un vaquero o de un mercachifle montañés. Usa botas altas y bombacha amplia. Si hace mucho frío se pone otra bombacha. No puede pretenderse que la indumentaria sea muy elegante, pero para él resulta cómoda y abrigada. Es claro: la segunda bombacha, como a veces no puede prender todos los botones de la bragueta, queda abierta en V, completando el aspecto proverbial del médico-jinete. No vaya a suponerse por esto que el belga no es capaz de acicalarse. Por el contrario, si el caso llegaba, recortadas la melena y la barba, en traje de salón, quedaba convertido en un dandy o un gentleman. Ahora los sorprendidos serán sus amigos de la huella, que sólo lo individualizarían por la mirada serena y firme de sus ojos, sus cejas espesas y su sonrisa bondadosa.

Seguir a este incansable galopador de las sendas patagónicas tras de la heroica aventura de rescatar vidas que antes se extinguían por falta de médico es tarea digna de encomio, plena de sorpresas, que se convierte en estudio de costumbres, de geografía. De pronto está en Maquinchao, reduciendo una mandíbula fracturada por la coz de un bagual. Hace cirugía general. La especialidad de Bonn sólo le sirve en algunos casos. Ahora, este criollo que tiene la carretilla destrozada, traga saliva y sangre para no quejarse; ¡es guapo! El médico le une la quijada con alambre de platino. Tres semanas después el herido está como nuevo, listo para trabajar en el rodeo.

Como es médico de policía en una jurisdicción tan extensa, siempre hay accidentados en refriegas: heridos de bala o arma blanca. La tropilla del médico es muy conocida; de lejos llegan noticias de sus viajes; y entonces le salen al cruce vecinos de la huella a solicitarle auxilio para un enfermo, para un parto, para un accidentado. Desempeñar en tales tiempos y en tales circunstancias el ejercicio de la medicina es obra de filantropía. No puede ejercerse por honorarios que no se cobran, y que algunos ni piensan pagar jamás de ninguna manera.

Entre la renovada aventura de sus viajes, para atender enfermos, heridos, realizar autopsias, no todo resultará monótono ni agobiador para este misionero de la salud. Le gustan las flores silvestres, los pájaros, los árboles. Conoce los mejores lugares para guarecerse de la lluvia o de la ventisca. Es un enamorado de las bellezas renovadas e incomparables de la cordillera. Cuanto tiene la suerte de que los dueños de casa donde se aloja tengan piano, entonces se deleita y deleita a sus anfitriones con prolongadas sesiones musicales. Así lo hace cada vez que es huésped de los esposos Mac Donald, en Alí-Cura. Es un músico de excepción.

Tan pronto como el personal de la compañía que tiene grandes estancias en la zona: “Leleque”, “Pilcañeu” y “Maquinchao”, sabe que al médico le gusta el piano, se cotizan y encargan uno por intermedio del directorio, en Londres. El piano es despechado desde Inglaterra, a bordo de un carguero, con destino a San Antonio Oeste, consignado a nombre del doctor José Emmanuel Vereertbrugghen. Descargado en el puerto, como el destinatario es desconocido, el piano es devuelto a los remitentes.

Menuda sorpresa experimentan los ingleses cuando ven el fardo de vuelta. Ignoran lo que ha ocurrido, y piden telegráficamente instrucciones a Buenos Aires. Realizada la investigación pertinente, nuevamente el fardo es reexpedido rumbo a su destino primitivo. Ahora ya están avisados en San Antonio para descargarlo, ponerlo sobre un carro con todas las recomendaciones de rigor y despacharlo a San Carlos. Como es natural, el piano tarda más en llegar de San Antonio a Nahuel Huapi que de Londres a San Antonio. Y, por supuesto, también el flete cuesta mucho más que el piano. Cosas de aquellos años.

El regalo, en verdad, es simbólico por el lugar y la época. No importa el valor, el costo en sí del presente. Es el gesto lo que tiene significación, lo que compromete al obsequiado. Es preciso, también, que de tarde en tarde ocurran acontecimientos memorables como éste para hacer llevadera la vida en estos lugares desconectados de la civilización, de esa misma civilización de la que el belga está exiliado.

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